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¿A QUIÉN BENEFICIA LA PRIVATIZACIÓN DE AENA?

 

El Gobierno se niega una y otra vez a comparecer en el Parlamento para explicar las razones y las condiciones de la recién iniciada privatización de AENA Aeropuertos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién? Los españoles merecemos algunas respuestas en torno a un proceso que en el mejor de los casos pondrá en manos privadas un sector estratégico para nuestra economía, y que en el peor de los casos supondrá el cierre de aeropuertos con resultados económicos negativos pero que contribuyen a vertebrar el territorio y a garantizar nuestro derecho a la movilidad.

Fomento se remite al Decreto 13/2010 del anterior Gobierno socialista para legitimar la venta del capital de AENA. Sin embargo, aquella norma perseguía unos objetivos que hoy no se mantienen. Se trataba entonces, lisa y llanamente, de vender patrimonio público para obtener una financiación que el Estado no lograba adquirir en los mercados. Hoy no es el caso, porque la prima de riesgo se ha reducido mucho y los tipos de interés vigentes en el mercado son más asumibles.

Aquel Decreto facultaba al Gobierno para vender hasta el 49% del capital de AENA a la par que blindaba la continuidad de la red aeroportuaria española, la primera del mundo en número de viajeros y la más eficiente, precisamente por la combinación de aeropuertos-cauce y aeropuertos-hubs o distribuidores. Hoy esta red está en peligro, puesto que el documento de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia que informa la privatización aconseja la fractura de AENA en “tres o cuatro lotes”.

Entonces se planteaba también la gestión individualizada, vía concesión incluso, de los aeropuertos con más tráficos, en clave de estímulo a la competencia y a cambio de un canon que facilitara la financiación de la red en su conjunto. En el proceso actual, sin embargo, la CNMC promueve directamente la privatización total de todos los aeropuertos, y el Gobierno se ha reservado vía Real Decreto Ley 8/2014 la capacidad de enajenar o cerrar cualquier instalación aeroportuaria, con tan solo un informe previo de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos (en caso de aeropuertos con valor superior a los 20 millones de euros) o del Secretario de Estado de Fomento (para todos los demás).

La norma de 2010 buscaba una participación más activa y determinante de las administraciones y agentes económicos territoriales en la gestión de los aeropuertos, con objeto de mejorar su eficiencia. Pero el Gobierno actual ha limitado tal participación a los tradicionales comités de rutas, que colaboran desde hace años en la búsqueda de nuevos mercados foráneos, y unos inespecíficos comités de coordinación sin competencia decisoria alguna.

Los argumentos a favor del proceso privatizador vigente que aluden a la “sostenibilidad” de las cuentas de AENA o a la mejora de su “competitividad” tampoco son aceptables, toda vez que la propia dirección de la empresa pública y el Ministerio de Fomento vienen presumiendo desde hace meses de sus “magníficos resultados de explotación”, de la “viabilidad de su deuda” y de contar con “los aeropuertos más competitivos de Europa”.

Finalmente, no podrá esgrimirse como motivo para la privatización la posibilidad que se abre para una política de moderación en las tarifas aeroportuarias, largamente demandada por los agentes del sector. De hecho, Fomento y AENA llegaron hace escasas fechas a un gran acuerdo con los operadores más habituales de nuestros aeropuertos para congelar esas tarifas durante este año y para moderar los crecimientos futuros.

En consecuencia, si la privatización de AENA no persigue financiar al Estado en condiciones ventajosas, ni blindar la red aeroportuaria, ni optimizar la eficiencia con gestiones individualizadas, ni fomentar la participación territorial, ni mejorar las cuentas de AENA, ni aumentar su competitividad, ni moderar sus tarifas, ¿por qué se afronta la privatización parcial de AENA? O mejor aún: ¿a quién o a quiénes se pretende favorecer privatizando parcialmente nuestra red aeroportuaria?

En realidad el Gobierno se resiste a admitir que estamos en la primera fase de una estrategia que conduce a la privatización total de AENA y al desmantelamiento de la vigente red de aeropuertos de interés general del Estado. Esta es la verdad. ¿Por qué pensamos así?

En primer lugar, porque la consulta realizada oficialmente por la dirección de AENA Aeropuertos al Consejo Consultivo de Privatizaciones del Estado (CCP) preveía la venta final de hasta el 60% de su capital, según consta en el informe emitido por esta entidad el día 21 de octubre de 2013. La enajenación del 49% es pues tan solo un primer paso en el camino de poner la empresa pública en manos privadas de forma mayoritaria.

En segundo lugar, porque a diferencia del proceso iniciado en 2010 y abortado por el Gobierno del PP, ahora no se buscan solo financiadores externos para AENA, sino que se explicita la conformación de un “núcleo estable” de accionistas privados con intereses en el sector, a los que se invitará a compartir la “planificación estratégica” de la compañía, según palabras pronunciadas públicamente por el propio Presidente de AENA Aeropuertos, tras confirmar que la primera empresa interesada “y bienvenida” para formar parte de este núcleo estable es la línea aérea de bandera irlandesa Ryanair, conocida por sus prácticas irregulares.

En tercer lugar, porque el artículo 22 del mencionado Real Decreto Ley 8/2014 otorga al Gobierno la posibilidad de “cerrar o enajenar, total o parcialmente, cualquiera de las instalaciones o infraestructuras aeroportuarias necesarias para mantener la prestación del servicio aeroportuario en cualquier aeropuerto de la red de interés general”, siendo este un requisito sine qua non para hacer atractivo el proceso de privatización de AENA ante eventuales inversores nacionales o internacionales, para los que la obligación de sostener económicamente las instalaciones menos rentables podría suponer un factor disuasorio.

Y en cuarto lugar, porque el también mencionado Informe de la CNMC, que marca al Gobierno la ruta a seguir para privatizar AENA, establece de manera diáfana la necesidad de romper la red aeroportuaria española en varios lotes, con la finalidad de salvar las reticencias de la Comisión Europea, nada proclive a sustituir monopolios públicos por monopolios privados. El mismo informe recomienda la privatización directa e individualizada de los aeropuertos rentables, y el cierre de los menos rentables, a no ser que las administraciones territoriales se comprometan a aportar fondos propios para su mantenimiento, cuando hasta ahora toda la red se autofinanciaba compensando los beneficios económicos de unas instalaciones con las pérdidas de las demás.

Para que los españoles y sus representantes tengan claras las consecuencias de la aplicación de estas medidas, resulta interesante relacionar los aeropuertos y helipuertos con resultados económicos negativos en el ejercicio 2013 y que, por tanto, corren serio riesgo de supervivencia conforme a los planes del Gobierno y la CNMC: Albacete, Algeciras, Almería, Asturias, Badajoz, Burgos, Ceuta, Córdoba, A Coruña, Madrid-Cuatro Vientos, Granada-Jaén, El Hierro, Jerez, Logroño, La Gomera, León, Madrid-Torrejón, Menorca, Málaga, Melilla, Huesca, Pamplona, Reus, Sabadell, Salamanca, Murcia-San Javier, San Bonet, Santander, Santiago, Valladolid, Vigo, Vitoria y Zaragoza.

Romper la red aeroportuaria, privatizar los aeropuertos y cerrar los aeropuertos con resultados económicos negativos constituye una barbaridad de consecuencias extraordinariamente negativas para la economía y la sociedad española en el cortísimo plazo. Los aeropuertos suponen un sector de relevancia estratégica para el desarrollo económico de un país que tiene en el turismo su industria principal, y en el que ocho de cada diez visitantes eligen estas instalaciones como puerta de entrada. La red aeroportuaria constituye, asimismo, un factor clave en la vertebración del territorio y una garantía básica para el ejercicio del derecho fundamental a la movilidad, especialmente en las islas.

Valorar los aeropuertos españoles exclusivamente en términos de resultados de explotación individual es de una irresponsabilidad mayúscula. Una AENA privada sería una AENA fraccionada y sin la red que le proporciona hoy una ventaja competitiva ampliamente envidiada en el mundo. Una AENA privada y fraccionada estaría avocada a cerrar sus instalaciones menos rentables, porque esa sería la exigencia lógica de un accionariado exento de obligaciones con el interés general. Y una AENA con aeropuertos amenazados de cierre avocaría a invertir preciosos recursos públicos de comunidades autónomas, diputaciones, cabildos y ayuntamientos para su mantenimiento, cuando hoy tal aportación no es necesaria.

Los españoles no necesitamos una AENA fraccionada y privatizada, sino una red de aeropuertos de interés general bajo titularidad pública y con gestión eficiente, para que pueda contribuir de manera decisiva en la consecución de los propósitos comunes del crecimiento económico, la creación de empleos de calidad y el progreso social del país. Esto es lo que demandamos del Gobierno.

La Ministra de Fomento debe comparecer cuanto antes en el Parlamento, como se le ha solicitado, para explicar por qué y a quiénes pretende beneficiar con este proceso privatizador contrario al interés general. Se encontrará con un Grupo Socialista preparado para acordar una planificación estratégica que mejore la competitividad y la eficiencia de nuestros aeropuertos, en el marco de una AENA pública y no sometida a más interés que al interés de todos los españoles.

 Artículo publicado en Público.es el 26-07-2014

AENA Y AVE: LIBERALIZACIÓN O APROPIACIÓN

El Gobierno acaba de anunciar sendos procesos de liberalización y privatización en dos ámbitos públicos de importancia estratégica para la sociedad española: el gestor aeroportuario AENA y el servicio ferroviario de viajeros. El momento elegido no es baladí ni casual. La derecha suele adoptar este tipo de decisiones con gran calado ideológico y perjuicio público significativo en las etapas de mayor debilidad de la izquierda y con la opinión pública entretenida. De hecho, el Consejo de Ministros que dio vía libre a esta medida se produjo a una semana de la proclamación de un nuevo rey y en plena renovación del liderazgo socialista.

El presente episodio tiene sus antecedentes en las privatizaciones emprendidas por el PP durante el mandato de Aznar en los sectores de la telefonía, de la energía y de la banca pública. Igualmente sucedió en varias comunidades autónomas como la madrileña y la valenciana en relación al patrimonio público de suelo y vivienda o en los servicios públicos sanitarios y educativos.

El Partido Popular pretende enmarcar estas operaciones en lo que llaman procesos de liberalización. El juego tramposo de la conceptualización y el lenguaje político de la derecha resulta efectivo cuando cuenta con múltiples complicidades en los medios de comunicación. El término liberalización pretende evocar conceptos positivos como libertad, apertura, competitividad, eficiencia y ventajas para los usuarios, frente a la ausencia de libertad, los monopolios ineficientes y la burocracia inherente a lo público.

La experiencia, sin embargo, nos enseña que, en demasiadas ocasiones, estos procesos teóricos de liberalización acaban dando lugar a la apropiación privada en sectores de interés público, con grandes beneficios para unos pocos y perjuicios considerables para la mayoría. La privatización del sector energético en nuestro país, por ejemplo, no evolucionó del  monopolio público al mercado abierto, competitivo y eficiente, sino más bien del monopolio público al oligopolio privado, con gran fortuna para los accionistas de las empresas apropiadoras y con un coste creciente y abusivo en la energía a pagar por las familias y las pymes españolas.

Hace mucho tiempo que la socialdemocracia asumió el mercado como un mecanismo potencialmente eficiente y justo para la asignación de recursos, pero la garantía de estos adjetivos de eficiencia y justicia requiere la aplicación de reglas y controles que a menudo se incumplen. Hay un espacio donde el mercado abierto y reglado ejerce un papel de interés general, pero hay espacios que deben reservarse a la titularidad y a la gestión pública a fin de preservar los intereses de la colectividad. El Gobierno de Felipe González privatizó la empresa pública “Calzados Segarra”, porque la fabricación y venta de zapatillas puede desarrollarse en el ámbito puramente mercantil sin riesgo para el interés público. Pero privatizar la energía, los hospitales, los aeropuertos y el transporte ferroviario de viajeros tiene implicaciones muy distintas.

El Gobierno ha decidido aprovechar el marco legal abierto en 2010 para poner en el mercado el 49% del capital de la empresa pública AENA Aeropuertos. Pero las intenciones y las consecuencias de esta decisión de hoy tienen muy poco que ver con aquello que se procuraba hace cuatro años. En 2010, el Gobierno tan solo buscaba socios financieros para aumentar los ingresos del Estado en un momento crítico para el país y cuando estaban vedadas las vías habituales de financiación. Hoy, la situación financiera es distinta, la prima de riesgo se ha reducido y el coste de la financiación del Estado en los mercados habituales se ha normalizado. No existe aquella urgencia.

Además, lo que la norma de 2010 buscaba eran simples inversores privados en busca de una rentabilidad interesante, pero el Gobierno del PP plantea algo diferente: un “núcleo estable de inversores privados”. El primer demandante de este núcleo nos ofrece una buena pista sobre su verdadera naturaleza: Ryanair. Ya no se trata de inversores privados sin interés en la gestión de la red aeroportuaria. Ahora hablamos de empresas con interés en el sector y con intención de participar en la gestión de la red AENA.

Los riesgos son muy considerables. Nuestra red de aeropuertos  constituye un factor estratégico para el desarrollo económico y el ejercicio del derecho a la movilidad de millones de españoles, algunos de los cuales, por ejemplo los isleños, dependen casi en exclusiva de estas instalaciones para su empleo y su conectividad. Solo la titularidad pública mayoritaria de AENA y su gestión conforme a objetivos de carácter general asegura que los aeropuertos menos rentables no se cierran y que el conjunto responde al interés colectivo. ¿Quién garantiza que un empresario privado no acabaría cerrando los aeropuertos deficitarios que empañarían los resultados de explotación?

¿A quién beneficia esta operación? Los ciudadanos españoles no pagan ni un euro de sus impuestos hoy para sostener la red aeroportuaria, y a través de su representación pública establecen pautas de gestión, tarifas, conectividades… ¿Qué ganarían con una gestión privada? Nada. Los que ganarían serían los operadores privados que pondrían AENA al servicio de sus intereses particulares.

Algo parecido ocurre respecto al AVE. Las normas europeas no obligan a considerar la liberalización del servicio ferroviario de viajeros hasta el año 2019. ¿Por qué adelantarse? Los españoles hemos invertido 50.000 millones de euros de nuestros impuestos para contar con una red ferroviaria de alta tecnología y altas prestaciones. ¿Por qué entregarla sin más al beneficio de una empresa privada?

No existe ni una sola razón de interés general para privatizar la gestión del AVE, que el Gobierno pretende iniciar en la línea Madrid-Levante. No hay margen para bajar los precios, porque RENFE ya aplica tantas rebajas que ha finalizado el primer cuatrimestre de 2014 con unas pérdidas de cerca de 100 millones de euros. No hay margen tecnológico para aumentar velocidad. No hay trayecto nuevo a ofertar que no pueda asumir RENFE en mejores condiciones. Cualquier servicio añadido a bordo iría contra el factor clave del precio competitivo. ¿Dónde está la ventaja para el usuario?

No. La ventaja de esta operación no está en el interés general, sino en el beneficio privado que pueda obtener la empresa elegida por el Gobierno a costa del esfuerzo inversor de todos los españoles. Por el contrario, sí existen riesgos. La experiencia británica, por ejemplo, nos enseña que los gestores ferroviarios privados suelen relegar las obligaciones de velar por un buen mantenimiento y una seguridad maximizada en las infraestructuras, el material móvil y los servicios. Allí, de hecho, están de vuelta.

Se trata de una constante histórica. Cuando la izquierda parece debilitada, la derecha aprovecha para perjudicar el interés público en beneficio de unos pocos. Una razón más para fortalecer cuanto antes la alternativa progresista.

PEAJES: GANANCIAS PRIVADAS Y PÉRDIDAS PÚBLICAS

PEAJES: GANANCIAS PRIVADAS Y PÉRDIDAS PÚBLICAS

Muchos ciudadanos han reaccionado con una mezcla de estupor e indignación ante la noticia de que el Gobierno está dispuesto a rescatar con fondos públicos el negocio de las autopistas de peaje quebradas durante los dos últimos años.

En función de las supuestas quitas que se acaben negociando, y sumando los intereses debidos al pago aplazado en 30 años, estamos hablando de entre 3.120 millones de euros (50% de quita, 1% de interés) y 10.560 millones de euros (0% de quita, 4% de interés), procedentes de los impuestos de los ciudadanos, para cubrir el agujero actual de cerca de 4.800 millones generado por nueve concesionarias privadas en quiebra.

No está mal, si tenemos en cuenta que el presupuesto estatal de becas es de 1.440 millones, que este año se dedican 1.176 millones a atender a las personas que no pueden valerse por sí mismas, o que todo el gasto público en I+D+i es de 5.400 millones.

La historia de los peajes quebrados en España es la historia de un despropósito y una desvergüenza. El Gobierno de Aznar y Cascos planeó un conjunto de autopistas de pago con un diseño absurdo (las radiales de Madrid conducen al atasco de la M-40), con unas previsiones de tráficos fantásticas (solo se han cubierto entre un 15% y un 35%) y unas provisiones de gasto en expropiaciones que los tribunales multiplicaron por un 1.200%.

Como era previsible, estos negocios resultaron fallidos desde un principio. El Gobierno socialista procuró una solución. Se trataba de reconvertir el sector concesional de autopistas, aglutinando “paquetes viables” que incluyeran peajes rentables (que los hay) con peajes no rentables. En tanto se negociaba con el sector, para ayudar al sostenimiento provisional de las empresas, los presupuestos estatales incluyeron unos préstamos a devolver, con el voto afirmativo del PP en la oposición.

Cuando Rajoy y Pastor llegan al Gobierno interrumpen este proceso de reconversión, por petición de las empresas concesionarias y las constructoras que tienen detrás. Las empresas, claro está, preferían quedarse con el negocio lucrativo y limpio de los peajes rentables, y que el Estado “rescatara” el negocio ruinoso de los peajes fallidos, pagándoles deudas e inversión con dinero público. A fin de justificar ante la opinión pública una decisión tan excepcional e impopular, anularon los préstamos y dejaron quebrar una tras otra a las empresas en mala situación. Ahora “no queda más remedio”, según ellos, que activar las ventajosas cláusulas de “rescate institucional” que Aznar y Cascos incluyeron en los contratos, para asegurar la socialización de las pérdidas.

En el colmo del cinismo, el Gobierno se presenta a sí mismo como un héroe salvador del interés público, porque intenta negociar una “quita” del 50%, dicen, en el pago a los acreedores de este negocio privado fallido. Se planea ante la ciudadanía una disyuntiva tramposa y falaz: o pagamos con dinero público el total del rescate (4.800 millones, más intereses) o aceptamos el heroísmo del Gobierno para pagar “solo” la mitad con los impuestos de todos (2.400 millones, más intereses). ¿Prefieres dos puñetazos o prefieres solo uno? Oiga, prefiero que no me pegue usted. Porque hay alternativa: volver a la reconversión empresarial y negar un solo euro público para asumir las pérdidas de unos negocios privados, de los que nunca hubiéramos sabido nada si hubieran generado ganancias.

Se nos dice además, faltando clamorosamente a la verdad, que “la solución planteada no costará dinero a los ciudadanos”. El truco reside en considerar el monto del rescate institucional como una obligación contractual que las empresas concesionarias pueden considerar ya como un activo. Mientras no se pague un euro por encima de este rescate, no hay sobre coste público, según esta teoría tan alambicada como mendaz. Pero entonces, ¿de dónde va a salir cada euro que se pague a bancos y empresas si no es de la caja común? La única verdad es que el Gobierno pretende compensar las pérdidas de estos negocios privados con los recursos públicos que niega a parados, becarios y dependientes. Esta es la única verdad.

Hay varias reflexiones de fondo a hacer a partir de este escándalo. La primera tiene que ver con la propia economía de mercado. Muchos de los beneficiarios privados de esta operación acostumbran a ofrecer discursos grandilocuentes sobre las bondades del mercado dejado a su libre albedrío en la asignación de recursos, y sobre la necesidad de reducir el papel regulador del Estado. Tales planteamientos, al parecer, solo sirven para cuando sus negocios arrojan resultados positivos, porque cuando, como en este caso, los negocios fallan, los supuestos partidarios del “mercado libre” llaman inmediatamente a la puerta del Estado para que recoja la basura y pague las facturas del desaguisado. A veces me dan ganas de salir a la puerta del Parlamento con una pancarta que diga: “¡Capitalismo, sí! ¡Pero capitalismo de verdad, oiga!”

La otra reflexión está relacionada con la política de los “rescates”, que es el eufemismo utilizado ahora para aludir a la antiquísima práctica del capitalismo tramposo para privatizar ganancias y socializar pérdidas. Se nos dice que el rescate bancario era inexorable porque el riesgo de caída del sistema financiero era un riesgo “sistémico”, es decir, que si cae la banca, se derrumba la civilización. ¿Y también es sistémico el riesgo de quiebra de las autopistas de peaje? ¿Se derrumbará la civilización occidental si unas cuantas constructoras pierden una parte ínfima del dinero que invirtieron en el negocio absurdo de unas radiales que pretenden cobrar por ir de ningún sitio a ninguna parte?

Otras preguntas para las que no espero respuesta: ¿Y cuándo un rescate millonario a los parados que ya no tienen cobertura social? ¿O a los dependientes que han perdido la ayuda pública? ¿O a los becarios sin beca?

Y los ciudadanos aún no saben lo mejor: tras el “rescate” multimillonario a las concesiones de peajes quebrados con dinero de todos, ¡el Gobierno aún pretende seguir cobrando a los ciudadanos por utilizar estas carreteras!

Nos tendrán enfrente. En el Parlamento, en la calle y en los tribunales.

EL PP ENTREGA EL AVE Y AENA A SUS AMIGOS DEL NEGOCIO PRIVADO

EL PP ENTREGA EL AVE Y AENA A SUS AMIGOS DEL NEGOCIO PRIVADO

Así de clarito. Sin apenas disimulos. La propia ministra de Fomento, Ana Pastor, lo confirmó públicamente hace pocos días, en un desayuno organizado por un grupo de comunicación cuyo propietario lo es también de la empresa presuntamente adjudicataria del AVE privatizado. Y así lo ha certificado públicamente también el presidente del operador aeroportuario español, José Manuel Vargas, a través de una reciente entrevista concedida al periódico The Wall Street Journal.

  Pastor aseguró que “antes de julio” su departamento afrontará “la entrada de operadores privados en la gestión del transporte ferroviario de pasajeros”. Y Vargas dejó claro que “posiblemente este año” se privatizará “el 60% del capital de AENA”. No hay ni un solo argumento relacionado con el interés general y el beneficio público para legitimar estas operaciones. Porque las operaciones son exactamente lo que parecen: la entrega de sectores públicos estratégicos, financiados con los recursos de todos los españoles, para el beneficio exclusivo de unos pocos negociantes del sector privado, afines al partido en el poder.

 El conflicto de intereses es más que evidente. Los españoles hemos invertido cerca de 50.000 millones de euros procedentes de nuestros impuestos para construir la primera red europea de alta velocidad ferroviaria. Parece razonable que esta inversión sea rentabilizada por los operadores públicos, al menos hasta su amortización. La Unión Europea solo contempla la liberalización de este mercado a partir de 2019, como muy pronto, y ni franceses ni alemanes, por ejemplo, parecen darse mucha prisa en debilitar a su operador público. Además, no existe margen para mejorar seguridad, precios y calidad en un servicio privatizado. No, hablamos de lo que hablamos: poner a disposición de empresarios privados un negocio de más de 1.000 millones de euros anuales, a partir de una inversión pública extraordinaria.

Los españoles hemos invertido muchos recursos también en la mejora de nuestra red de aeropuertos, conscientes de su importancia estratégica en una economía muy dependiente de la actividad turística. Tenemos posiblemente los mejores aeropuertos de Europa, en capacidad relativa y en tecnología. La gran ventaja competitiva de AENA parte de las sinergias positivas de su funcionamiento en red, pero la Comisión Europea tolera mal los monopolios públicos y sencillamente prohíbe los monopolios privados. Es decir, una AENA privada rompería necesariamente la red de aeropuertos, además de elevar las tasas vigentes, que están por debajo de la media europea por razones de interés general, y se cuestionaría la existencia de muchos aeropuertos que prestan un servicio esencial a la ciudadanía pero que pierden dinero año tras año. No, no hay beneficio público por ningún sitio en la privatización de AENA.

 Las operaciones en marcha son muy sencillitas. El PP en el Gobierno de España ya ha decretado la liberalización del mercado ferroviario de pasajeros y está distribuyendo títulos habilitantes para los operadores privados. En breve decretará también un remedo de concurso público, que otorgará la explotación de una, varias o todas las líneas más rentables del AVE, la Madrid-Barcelona, la Madrid-Alicante, la Madrid-Sevilla, de manera global o “por surcos”, según venga mejor al negocio privado. Y el gobierno ya cuenta con un informe del Consejo Consultivo de Privatizaciones para poner en el mercado el 60% del capital de AENA Aeropuertos: un 30% para “grandes socios” y otro 30% para el menudeo en bolsa. Vargas, además, apunta un precio baratito: apenas 10.000 millones por todo el paquete, casi la mitad del precio tasado hace solo tres años. Todo bien diseñado para que los actuales gestores del PP en el operador público puedan quedarse al frente de la empresa tras su privatización, pase lo que pase en las elecciones generales de 2015. No es nuevo: ya lo hicieron con Telefónica, Argentaria y Repsol hace años.

Las consecuencias para el interés de los ciudadanos españoles, que hemos pagado la red de AVE y la red de aeropuertos de AENA, serán muy negativas. Otras experiencias internacionales de privatización en los servicios ferroviarios se han saldado con menos calidad, mayores precios, peor mantenimiento y más accidentes. Y el proceso en marcha para hacer AENA más atractivo al inversor privado ya se ha saldado con subidas generalizadas de tasas, que han hundido los tráficos en Barajas, por ejemplo; con el despido del 20% del personal de la compañía; y con el cuasi cierre operativo de decenas de instalaciones, construidas con mucho esfuerzo para estimular el desarrollo económico, y hoy funcionando con horario restringido para no espantar a los socios capitalistas que Vargas y compañía se afanan por reclutar en todo el mundo.

 Todo esto se está haciendo, además, con la mayor de las sordinas. La opacidad del proceso solo es comparable a la magnitud del negocio privado al que dará lugar. El Estado español está a punto de desprenderse de la propiedad y del control de un sector tan estratégico como su red de aeropuertos de interés general, y la ministra del ramo se niega una vez tras otra a comparecer en el Parlamento para explicar qué se trae entre manos. Cualquier viernes de estos, el gobierno anunciará que ha puesto en manos privadas la mayor inversión pública de la historia de España en la alta velocidad ferroviaria, y nadie ofrece un dato o una explicación sobre las razones y las consecuencias que tendrá esta operación “liberalizadora”.

A la par que pretenden privatizar el chollo del AVE y el gran negocio de AENA, nos comunican que quieren nacionalizar las autopistas de peaje quebradas, con rescate de dinero público añadido, desde luego. Privatizar beneficios y socializar pérdidas. Esta es la gran guía ideológica de la derecha neoliberal española, más allá del libre mercado. Porque no es libre mercado apropiarse de las ganancias cuando las cosas van bien, y adjudicar al erario público las pérdidas cuando las cosas van mal. Esto no es libre mercado. Esto tiene otros nombres menos bonitos.

Pero da igual esto. Y da igual que en España vivan más de tres millones de personas en unas islas, para las que el aeropuerto no es una instalación más, como una ferretería que puede tener un dueño u otro, sino la garantía para el ejercicio de su derecho fundamental a la movilidad. Y qué más da si la apropiación descarada de lo que es patrimonio común merece un fuerte reproche moral, cuando más arrecia la desafección ciudadana hacia las instituciones públicas. Importa el poder. Y ellos tienen el poder.

 Hasta que los ciudadanos quieran. Y esto puede empezar a cambiar el próximo mes de mayo.

SUSPENSO EN POLÍTICA DE TRANSPORTES

En un mundo globalizado, el desarrollo económico resulta cada día más dependiente de una logística eficiente, y la relación entre desarrollo social y transporte accesible se estrecha también de manera creciente. La competitividad de las empresas está subordinada a su capacidad para colocar rápidamente productos y servicios allí donde surge la demanda, y el desarrollo personal se vincula muy estrechamente a la movilidad para el trabajo, el estudio o el disfrute. Conceptos como conectividad, intermodalidad o nodos logísticos forman parte inexorable ya de cualquier planificación hacia un horizonte positivo de futuro.

España fue un país líder en políticas de transportes, pero hoy ya no lo es. Entre los años 2004 y 2011, incluyendo el inicio de la crisis económica, el Estado invirtió más de 17.000 millones de euros anuales de media en infraestructuras de transporte. Como resultado de esta apuesta estratégica, los ferrocarriles, los aeropuertos, los puertos y las carreteras españolas se situaron entre las mejores de Europa, impulsaron nuestra economía, generaron millones de puestos de trabajo y contribuyeron a vertebrar el país y combatir el cambio climático. Ciertamente hubo casos muy lamentables de despilfarro, pero cualquier balance objetivo y justo resultará positivo.

Durante los dos últimos años, la inversión estatal en los sistemas de transportes ha caído a menos de la mitad y los presupuestos para 2014 prevén dedicar tan solo 7.300 millones a tal menester. Este frenazo inversor, a juicio de la CEOE, “aparte de la destrucción de empleo que conlleva, compromete seriamente la competitividad del país al dificultar la conservación de las actuales infraestructuras, y entorpecer el proceso de su permanente modernización y mejora”. La caída media ha sido del 18% en ADIF, del 57% en AENA, del 47% en Puertos del Estado y del 83% en SEITTSA (carreteras). Según los cálculos empresariales, se han perdido por esta causa en torno a 300.000 empleos por año. El PITVI (Plan de Infraestructuras, Transportes y Vivienda) del gobierno consiste tan solo en un documento de intenciones sin priorizar ni presupuestar, con un horizonte temporal demasiado largo.

A la desinversión pública hay añadir una política de transportes desconcertante. En diciembre de 2012 se anunció una “gran liberalización en los ferrocarriles”, que un año después quedó en una triste oferta para gestionar el tren de la fresa. Se anuncian privatizaciones en AENA y en la gestión del AVE, pero se promueve la nacionalización bolivariana de las autopistas de peaje. Se agregan las empresas ferroviarias de RENFE y de FEVE, para acabar segregando la propia RENFE y ADIF en hasta seis empresas distintas. Se bajan tasas en los puertos para atraer tráficos donde ya están creciendo, pero se suben tasas en aeropuertos donde los tráficos están menguando. La ministra promete reducir peajes en las carreteras de su tierra, mientras el secretario de Estado especula sobre generalizar los peajes en todas las demás.

Por modos, el ferrocarril ha recibido el mayor daño. La apertura de la línea Barcelona-París, otra “herencia socialista”, no puede ocultar la paralización de los grandes corredores planificados y financiados desde Europa: la inversión en los corredores mediterráneo, central, atlántico y la Y vasca se reducirá entre el 38% y el 57% en el periodo 2012-2014. La desinversión se ceba sobre todo en el transporte de mercancías, crucial para la recuperación económica, pero que sigue cayendo en España (3%) mientras crece en Europa (18%). Por su parte, la aplicación de las nuevas “obligaciones de servicio público” ha suprimido más de 50 líneas de media distancia que utilizaban en torno a un millón de viajeros. Y no se entiende esa política de precios que abarata los billetes para la alta velocidad y encarece los títulos para el transporte de cercanías, de los que depende la movilidad de las familias más vulnerables.

Fomento se empeña en adelantar la liberalización del servicio ferroviario de viajeros que la Unión Europea reserva para el año 2019. La ministra arguye “mejoras en el servicio”, pero las experiencias de Reino Unido y Chile apuntan precisamente en sentido contrario: menos calidad en el servicio, más inseguridad y precios más altos. Los expertos advierten: una liberalización anticipada beneficiará a las empresas privadas que exploten las infraestructuras millonarias que los españoles hemos pagado con nuestros impuestos, mientras pone en riesgo la supervivencia del operador público RENFE, insuficientemente preparado para la co mpetencia abierta con los gigantes europeos del Ferrocarril.

Nadie sabe qué es lo que planea el Gobierno para el futuro del operador aeroportuario AENA. Posiblemente en el Gobierno tampoco lo sepan. El presidente de AENA ha encargado un informe al Consejo de Privatizaciones para vender “hasta el 60% del capital”, pero la ministra asegura que “el Estado mantendrá la mayoría”. ¿Qué mayoría? ¿El Estado será accionista mayoritario con el 40% o mantendrá la mayoría accionarial del 51%? Este proceso lleva el mismo camino de opacidad y riesgo de irregularidades que aquellos otros fuertemente reprochados por el Tribunal de Cuentas para Repsol, Endesa o Telefónica. Sí sabemos que Europa no permitirá un monopolio privado de aeropuertos en España, por lo que el gran operador en red se fraccionaría y los aeropuertos menos rentables muy probablemente acabarían cerrados.

Mientras tanto, la ministra presume de “beneficios” en AENA, sin contar a los españoles que para poder presumir de unas cuentas positivas ante eventuales compradores privados el Gobierno ha tenido que sacrificar operatividad en los aeropuertos, reduciendo inversiones, despidiendo 1.500 trabajadores y subiendo tasas, con la consiguiente aminoración de tráficos. Esta política orientada a atraer inversores privados ha puesto en jaque al primer aeropuerto español, el de Madrid-Barajas, el único hub peninsular que asegura nuestra conectividad con América y Asia. La llegada de un pequeño operador noruego entre alharacas gubernamentales, con apenas 500.000 nuevos viajeros por año como previsión más optimista, no compensará el cerca de millón y medio perdidos por la marcha de Easyjet y la menor operatividad de Ryanair, como consecuencia de las tasas altas. De hecho, entre enero y noviembre de 2013, Barajas ha perdido un 11,4% de operaciones, un 12,9% de viajeros y un 5,1% de mercancías.

Los planes de privatización han llegado hasta los puertos españoles, único modo que hasta ahora funcionaba razonablemente, merced a las inversiones eficientes realizadas durante los últimos años y a la aplicación de una buena Ley de Puertos pactada en la anterior legislatura por PSOE y PP. En lugar de aprovechar la ventaja geográfica y competitiva de nuestros puertos, el Gobierno despista a posibles nuevos inversores y nuevos clientes con incertidumbres sobre la titularidad futura de estas infraestructuras estratégicas. La caída de la inversión está provocando aquí una interrupción de consecuencias muy graves para el proceso de conectividad del sistema portuario con los grandes corredores europeos, el ferrocarril y los aeropuertos. Unos puertos aislados de la red ferroviaria son unos puertos ineficientes. Los retrasos inversores en Algeciras y Barcelona, por ejemplo, son inexplicables.

El transporte terrestre arrastra varios problemas, sin que se atisbe intento alguno de solución efectiva a corto plazo. El más grave está en el abandono de la conservación de nuestras carreteras. Los técnicos aconsejan invertir en mantenimiento una cantidad anual equivalente al 2% del valor patrimonial de la red viaria. Esto supondría más de 1.600 millones de euros por ejercicio. La crisis ya redujo esta cantidad hasta unos arriesgados 1.150 millones en el año 2011, pero los presupuestos de 2014 reservan poco más de 800 millones. Es una temeridad, porque el riesgo no es ya de carácter funcional, sino que afecta a la seguridad misma, y hablar de menos seguridad vial es hablar de más accidentes y más víctimas. Para agravar aún más la situación, el gobierno anuncia una elevación de los límites de velocidad en autovías hasta los 130 kilómetros por hora. Más velocidad en peores carreteras: mala fórmula.

La estructura empresarial del transporte español por carretera sigue siendo una estructura muy atomizada y poco competitiva. En la carretera se trabaja hoy a pérdidas, porque los pequeños empresarios que se endeudaron para comprar un camión no pueden permitirse la inactividad. Sin embargo, el gobierno ha paralizado las iniciativas en orden a mejorar las condiciones de actividad y de trabajo en el sector. Además, se amenaza con la aplicación de la “euroviñeta”, como se conoce en Europa a la generalización del pago de peajes en las carreteras de la red pública. El secretario de Estado confirma las intenciones, el presidente del gobierno lo desmiente, y la ministra dice que “no está sobre su mesa”. Sería una injusticia para los transportistas y un desastre para los ciudadanos en general, cada día con menos renta y cada día con más impuestos y más tasas a sus espaldas.

El culebrón de las autopistas de peaje quebradas parece no tener fin, como algunas telenovelas venezolanas. Y en Venezuela precisamente parece haberse inspirado el equipo de Fomento para su última propuesta. En enero de 2012 advirtieron de la necesidad de aplicar una “solución urgente” al problema, para evitar “el perjuicio reputacional del sector en todo el mundo”. Inmediatamente interrumpieron los planes del gobierno anterior para salvar la situación mediante una reestructuración de concesiones y de empresas, elaborando “paquetes viables” con peajes rentables y no rentables. Y dos años después tenemos nueve empresas en quiebra, la “reputación” por los suelos y ninguna solución clara a la vista. La inspiración bolivariana apunta a la creación de una sociedad pública, una especie de banco malo de autopistas que socialice las pérdidas de las empresas privadas. La ministra niega que contemple financiación pública, pero los empresarios cuentan con más de 300 millones de los impuestos para compensar pérdidas por los tráficos reducidos y los sobrecostes de las expropiaciones. No es una buena idea y nos opondremos.

En un contexto europeo que invita a la recuperación de la economía y el empleo, España no puede permitirse una política de transportes tan errática. La ministra ya no puede ampararse en la trampa de la “herencia” recibida. Han pasado dos años. Ahora este gobierno es heredero de sí mismo.

Es preciso elaborar una nueva estrategia para nuestra política de infraestructuras y transportes. Nos va mucho en ello. Recuperemos unos niveles de inversión razonables para acometer los grandes corredores europeos de los que depende nuestra competitividad. Prioricemos el impulso al transporte ferroviario de mercancías y la mejora de las cercanías metropolitanas para los viajeros. Aplacemos la liberalización del transporte de viajeros hasta que hayamos asegurado el futuro de nuestro operador público RENFE en condiciones de competencia. Garanticemos un operador aeroportuario con más de un 50% de capital público y unas tasas para atraer y no retraer los tráficos de los que depende la industria turística. Esforcémonos en conectar nuestros puertos eficientes con las redes integradas de transporte en Europa. Y mejoremos el transporte terrestre con incentivos para la reestructuración empresarial del transporte por carretera, con una conservación adecuada de las vías.

Por nuestra parte, el Grupo Parlamentario Socialista está siempre abierto para el diálogo y el acuerdo en torno a una nueva política de transportes para la competitividad, el empleo, la preservación ambiental y la mejora de la calidad de vida de los españoles.

Artículo publicado en El País 30/12/2013

EL ENGAÑO ELÉCTRICO

EL ENGAÑO ELÉCTRICO

El modelo económico imperante en nuestros días no responde en realidad a ninguna de las grandes elaboraciones teóricas al uso. No estamos ante una economía “socialista”, desde luego, pero tampoco puede afirmarse que la economía global del siglo XXI funcione realmente como una economía “de mercado”.  Para ser precisos podríamos hablar de un “capitalismo a la medida”. ¿A la medida de qué? A la medida de los intereses de los grandes poderes económicos. ¿Cuánta competencia requiere el sistema? Exactamente el nivel que convenga a tales intereses. ¿Con cuánta regulación? La necesaria para maximizar los beneficios a disfrutar por aquellos poderes, ni más ni menos.

El llamado sector eléctrico en España constituye un buen ejemplo de este “capitalismo a la medida”. La electricidad no se produce ni se distribuye en nuestro país desde el sector público, como ocurriera en otro tiempo y como ocurre en otros países. Pero en España no existe un “mercado eléctrico” en puridad. El resultado es que contamos con todos los inconvenientes de la electricidad privatizada, como el déficit de control público sobre la planificación energética, pero no percibimos ninguno de sus supuestos beneficios, como un precio ajustado a las leyes de la competencia. Ni monopolio público, ni mercado privado. La electricidad en España se administra desde un oligopolio privado, tan opaco como ineficiente para el interés general.

 

Si la electricidad se produjera y se distribuyera en nuestro país en clave de mercado, las cosas funcionarían de forma parecida al mercado telefónico. Es decir, varias empresas competirían para captar clientes mediante la mejora de la calidad y los precios de sus servicios. En el “mercado” eléctrico no hay competencia. Las empresas de siempre se distribuyen una clientela cautiva de su servicio mejorable y de sus precios elevadísimos. ¿Cómo se establecen los precios en un mercado? A través de la evolución de los costes de producción y el juego de la oferta y la demanda. En el “mercado” eléctrico español, sin embargo, los precios suben y suben mientras los costes se mantienen (el agua de los ríos o la fuerza del viento) y la demanda se reduce (hasta un 2,3% en los nueve primeros meses de 2013).

 

No. En España no existe un “mercado” eléctrico. Existe un “engaño” eléctrico. Y sus consecuencias son extraordinariamente lucrativas para los directivos y accionistas del oligopolio empresarial, y extraordinariamente negativas para el conjunto de la economía y la sociedad españolas. De hecho, los españoles pagamos la tercera factura eléctrica más cara de Europa, tras Chipre e Irlanda. Desde el año 2007, el precio de la electricidad se ha incrementado en España un 74,5%, por un 4,1% en Alemania, un 18,4% en Francia y un 17% en la UE-28. ¿Y dónde hay que buscar la explicación? En los resultados de las tres mayores empresas oligopolísticas, cuyos márgenes de explotación fueron del 6,72% en 2012, por un 2,62% de media en Europa. El beneficio bruto de estas empresas durante los primeros nueve meses de 2013 ha ascendido a los 14.650 millones de euros, mientras que su rentabilidad neta alcanzó los 5.000 millones de euros.

 

Los efectos del engaño eléctrico van mucho más allá de la frustración de una clientela que paga más de lo debido por un servicio manifiestamente mejorable. La factura eléctrica constituye un factor crucial para la competitividad de una economía. Son muchas las empresas industriales que están valorando la desventaja competitiva que supone producir en un país con un precio eléctrico tan elevado, y esa valoración incluye la alternativa de producir en otros países. Además, la electricidad no es un producto prescindible para las familias, sobre todo en invierno. Al oligopolio eléctrico y al Gobierno que defiende sus intereses hablar de “pobreza energética” les parece propio de un lenguaje soviético, pero cada día es más elevada la presión social a favor de medidas que garanticen el acceso a un servicio eléctrico que cubra las necesidades vitales para las familias que no pueden pagar las facturas de este “mercado” tramposo.

 

El engaño eléctrico se ampara en la opacidad del sistema. La factura que recibimos en casa por el suministro eléctrico es un galimatías imposible de traducir. A pesar de las explicaciones de unos y otros, o más bien gracias a ellas, nadie es capaz de interpretar cuánto de nuestro dinero se destina a pagar la producción y el transporte de la energía, cuánto se destina a impuestos y cuánto más sufraga peajes tan diversos como ininteligibles. Si hay que subvencionar la promoción de las energías renovables, la moratoria nuclear o el consumo de carbón nacional, ¿por qué cargarlo en la factura eléctrica que pagan empresas y familias? ¿Por qué no hacerlo mediante impuestos suficientes y progresivos? La respuesta a esta pregunta quedará en el mismo limbo que aquellas otras que se atrevieron a indagar sobre el funcionamiento de la “subasta eléctrica” o la auténtica naturaleza del “déficit tarifario”. Se nos exige que aceptemos el sistema con la misma fe con que algunos asumen los misterios de la santa trinidad.

 

O teta o sopa. O la electricidad se administra desde un mercado de verdad, o habrá que ir pensando en administrarla directamente desde el Estado. A pesar de las puertas giratorias que el oligopolio se encarga de engrasar constantemente con sus magros beneficios…

CHAPAPOTE JUDICIAL

La catástrofe medioambiental que causó el hundimiento del Prestige ha tenido una equivalencia paradójica y triste en la catástrofe ocasionada por su tratamiento judicial. El chapapote de la codicia inundó las costas gallegas hace once años, y un nuevo chapapote de ignominia y frustración ha golpeado cruelmente en estos días sobre el sentido de la justicia en la sociedad española.

No hay culpa ni responsabilidad. Al parecer, la justicia contempla el desastre del Prestige como si de un fenómeno natural se tratara. Algo así como una tormenta o un terremoto. Nadie tiene la culpa. De nada ha servido probar que el barco arrastraba 30 años de antigüedad, que presentaba graves problemas estructurales, que fue una irresponsabilidad llenarlo de fuel y ponerlo a navegar, que fallaron terriblemente armadores, fletadores, tripulantes, inspectores y autoridades marítimas. Da igual, ¿quién tiene la culpa de que llueva?

El daño ocasionado sobre la ya mermada confianza en la justicia ha sido tremendo. No ha habido culpables en la quiebra del sistema financiero y no hay culpables para la quiebra de nuestro ecosistema. Los criminales que especularon con el paro y la pobreza de cientos de millones de criaturas disfrutan tranquilamente del botín en sus lujosas mansiones. Y los criminales que vertieron toneladas de veneno sobre nuestro medio ambiente respiran tranquilos, porque conocen bien el sistema.

Si rompes un escaparate y dañas la propiedad de un joyero para lucrarte, tienes cárcel asegurada, como es lógico. Ahora bien, si lo que rompes es el ecosistema a lo largo de 2.000 kilómetros de costa, dañando la naturaleza, el paisaje, la salud y el modo de vida de millones de personas, también para lucrarte, entonces tienes asegurada la impunidad. Aquí hay algo que no va bien.

Un informe de la Universidad de Santiago cuantifica en más de 4.300 millones de euros el coste de aquel desastre, como si pudiera cuantificarse en euros el daño sufrido por el océano, por sus criaturas, por la riquísima costa atlántica, por sus moradores, por sus pescadores, por sus aldeas, por sus ayuntamientos… Pero no habrá compensación, ni por 4.300 millones, ni por un millón, ni por un euro. Porque al no haber culpables, no habrá posibilidad de reclamar indemnización alguna por la vía civil.

El armador sabía que el barco no reunía las condiciones mínimas de seguridad, pero lo puso a navegar. El fletador solo se ocupó de sumar y restar ganancias, ignorando los riesgos en que incurría la naturaleza con su negocio. La multinacional norteamericana de certificación recibió su cheque y despachó aquella bañera con goteras como si fuera el buque más sólido del mundo. Pero la justicia española ni tan siquiera ha sido capaz de sentar en el banquillo a alguno de estos responsables.

El mensaje ha llegado muy nítido a los desaprensivos del mundo. Vengan ustedes a hacer sus negocios inmundos a España, destrocen nuestro medio ambiente, porque es gratis. Nadie les molestará con juicios engorrosos, con molestas indemnizaciones en sus balances o con inimaginables amenazas de cárcel. No. La cárcel queda para el que roba poco o daña limitadamente. Los robos a gran escala y los daños sistémicos disfrutan de impunidad.

Y todo esto llega cuando hasta en Ecuador son capaces de juzgar a los responsables de un vertido criminal y hacerles pagar su fechoría. En Ecuador sí. En España no.

Por desgracia, hace once años el chapapote de la codicia ensució algo más que la bella costa gallega.

LA HORA DEL PARTIDO SOCIALISTA DE MADRID

 

LA HORA DEL PARTIDO SOCIALISTA EN MADRID

Durante las últimas jornadas se han acumulado varias noticias que muestran con claridad el declive económico, social e institucional que sufre la Comunidad madrileña. Al fiasco olímpico deben sumarse el varapalo judicial a la privatización de hospitales y el final del liderazgo aeroportuario de Barajas en favor de El Prat. Todo ello escasos días después de la celebración del Debate sobre el Estado de la Región más bronco y estéril que se recuerde.

Resulta evidente que Madrid necesita un golpe de timón para que su economía adquiera liderazgo y posibilidades de crear empleo, para que su sociedad recupere equidad y calidad de vida, y para que sus instituciones sirvan definitivamente a los madrileños antes que a la perpetuación del partido en el poder. Y también resulta diáfano que el PP ya no está en condiciones de afrontar este cambio necesario. En consecuencia, esta es la hora en la que el Partido Socialista está llamado a asumir sus responsabilidades en Madrid.

La creación de la Comunidad de Madrid hace ahora treinta años no respondió a un ejercicio de afirmación identitaria o a una fuerte reivindicación de autogobierno. Las razones esgrimidas entonces, y que hoy consideramos válidas, tuvieron que ver más con la gestión eficiente de los servicios públicos y con el aprovechamiento de sinergias propias para favorecer un desarrollo interesante, tanto en el plano económico como en la esfera social y cultural. Por tanto, la Comunidad de Madrid tiene razón de ser en la medida en que promueve su economía y su empleo con estrategias específicas, y en la medida en que gestiona su sanidad y su educación de manera satisfactoria. Nada de esto ocurre ahora.

No cabe atribuir la responsabilidad del fracaso olímpico a los gobiernos del PP en exclusiva, aunque sus dirigentes no ahorraron críticas a Zapatero con ocasión de los rechazos anteriores. No obstante, los déficits de Madrid en cuanto a solvencia económica y pujanza internacional han influido indudablemente en la decisión del COI. Las apuestas de la derecha para el modelo productivo regional han ido combinando el “laissez faire” de la presidenta ultraliberal y el faraonismo errático de su predecesor. Madrid renunció a la planificación territorial, al fomento de la industria, a la significación por el I+D+i, al protagonismo de sus universidades, al estímulo de sus creadores culturales, al liderazgo de su idioma universal…

El PP jugó el futuro de Madrid en la ruleta de la especulación inmobiliaria, las grandes obras públicas a cargo de endeudamiento y algunas ocurrencias a modo de voluntarismo pseudomágico. Ayer se habló del “Parque de la Warner” y hoy se habla de “Eurovegas”. Es lo mismo, escaparate vistoso antes de las elecciones y ruina segura para después. El resultado está a la vista de todos: ralentización económica, paro desbocado y relegación internacional. Dice el PP que Madrid está mejor que otras regiones de España. Faltaría más. Madrid parte de una ventaja que no ha sabido aprovechar y que debiera permitir su comparación, no con Teruel o Lugo, con todos mis respetos, sino con las demás regiones capitales de Europa. Pero no es el caso. El “sorpasso” histórico del aeropuerto de El Prat sobre Barajas en el ranking de pasajeros durante este mes de agosto resulta muy significativo también.

El campo de los servicios es aún más desolador. La enseñanza pública pierde recursos, calidad y equidad a manos de una política que tiene como lema principal “que cada cual llegue tan lejos como le pueda llevar el dinero de su familia”. Los servicios que han de cuidar de la salud de las personas llevan patas arriba desde que algunos, los de siempre, asumieron que la burbuja inmobiliaria había estallado y que el presupuesto de la sanidad pública podía convertirse en el nuevo botín a saquear. Por su parte, los recortes y las “externalizaciones”, que en realidad son lo mismo, están convirtiendo los otrora ejemplares servicios sociales madrileños para mayores y discapacitados, por ejemplo, en un cruel ejercicio cotidiano de “sálvese quien pueda”.

El deterioro institucional tuvo su último episodio lamentable en un Debate sobre el Estado de la Región con fecha y horario pensados para que nadie viera ni escuchara. Y algo de justificación hay que reconocer a quienes así lo aplicaron, porque poco hubo de provecho para ver y escuchar. El gobierno renunció a ofrecer una sola iniciativa para salir del marasmo y dedicó su entusiasmo al propósito lamentable de zaherir personalmente al líder de la oposición. En este contexto, los intentos de tal oposición para centrar los análisis en los problemas reales y para hacer propuestas interesantes tenían pocas posibilidades de obtener algún rendimiento a modo de conclusión efectiva y útil. Parece, sin embargo, que el que sí tuvo reflejos para aprovechar algo fue el presidente extremeño Monago, al copiar literalmente la loable iniciativa de Tomás Gómez para ofrecer una nueva paga extra a los pensionistas más desfavorecidos.

En tal escenario, la sociedad madrileña solo dispone de un instrumento con capacidad para superar este declive, para definir un proyecto que asegure progreso justo en la comunidad, y para aglutinar el esfuerzo de una mayoría en su consecución. Ese instrumento es el Partido Socialista de Madrid, que ya está trabajando para merecer el encargo y para llevarlo a efecto. Con la humildad de quienes se saben merecedores del reconocimiento por lo bien hecho, y merecedores también de la crítica por lo que se podría haber hecho mejor. Pero con la honestidad de quienes se saben en línea con los valores de la mayoría, y dispuestos para el trabajo duro de la mano del resto de la sociedad.

El PSM cuenta con una dirección política, unos grupos institucionales y miles de militantes y seguidores. Todos debemos ser conscientes de la responsabilidad que nos corresponde. Y cada cual desde nuestro puesto, por relevante o modesto que sea, hemos de sobreponer el cumplimiento de tal responsabilidad sobre cualquier otro propósito o sentimiento. Desde la fortaleza que proporciona la unidad, la energía que suministra un objetivo legítimo, y el estímulo que ofrece el saberse útil en un proyecto común. Tomás Gómez y su equipo dirigen el partido y son la referencia en la Comunidad de Madrid. Jaime Lissavetzky y sus concejales pilotan el grupo municipal en la capital. Cada municipio cuenta con su alineación democráticamente elegida. A ellos corresponde señalar el camino y repartir tareas.

La sociedad madrileña necesita un programa de cambio para el progreso. Necesita un proyecto que genere complicidades y alianzas movilizadoras como nunca antes. Y necesita equipos honestos, eficaces y plurales para conquistar su propio futuro. No es esta una tarea para una sola organización, ni mucho menos. Se necesitarán muchas manos unidas con fuerza para cumplir los objetivos de interés común. Y corresponde al Partido Socialista de Madrid dar un paso al frente. Esta es su hora. El 2015 está ahí mismo.

EL DRAMA DE LAS INFRAESTRUCTURAS EN ESPAÑA

 

España es el país del péndulo. Pasamos del ensalzamiento más exagerado al cuestionamiento más irracional en un abrir y cerrar de ojos. Es lo que ha ocurrido entre algunos formadores de opinión respecto a las inversiones en infraestructuras logísticas. Hasta hace bien poco se invitaba a los españoles a hacer bandera de nuestros ferrocarriles, autopistas, puertos y aeropuertos. Ahora sin embargo, quien se atreve a solicitar una inversión en este campo, por razonable que resulte, se arriesga a ser tachado como despilfarrador irresponsable.

La crisis económica ha sido la justificación esgrimida por el Gobierno y el Grupo Popular del Congreso, este día 14 de noviembre, jornada de huelga, para perpetrar el recorte más drástico producido nunca sobre la inversión pública del Estado español: cerca de un 37% de rebaja entre 2011 y 2013. Pero la crisis es, precisamente, el motivo más relevante para reclamar el mantenimiento de unos niveles eficientes de inversión pública para el mantenimiento y la mejora de nuestras infraestructuras.

El Libro Blanco de los Transportes aprobado por la Comisión Europea en plena crisis (2011) considera “fundamental” el impacto positivo de las inversiones logísticas para el crecimiento y el empleo. De hecho, la propia Ministra Pastor ha contabilizado la consecución de hasta 35 empleos directos por cada millón de euros de gasto público en este capítulo. Los expertos demuestran, además, un retorno fiscal cercano al 60%. Es decir, de cada 100 euros invertidos, el Estado recupera 60 solo en impuestos y cotizaciones. Y desde el Fondo Monetario Internacional hasta la patronal española interpretan los esfuerzos de cualificación en materia de infraestructuras como una inyección directa sobre el valor añadido de productos y servicios, porque hace tiempo que la logística superó al capítulo de personal en la estructura de costes de las empresas globalizadas.

Según Eurostat, durante los últimos 30 años España ha aumentado su competitividad a razón de un 33% de media por década, y el Foro Económico de Davos ha responsabilizado de este logro a “la clara mejoría en el campo de las infraestructuras” (Informe 2011). Nueve de cada diez turistas que alimentan la primera industria nacional acuden a través de nuestros aeropuertos ampliados y el otro llegará este año a bordo de un crucero, para desembarcar en nuestros puertos remozados. Las encuestas reflejan la ventaja competitiva que supone la calidad manifiesta de nuestras infraestructuras respecto a otros destinos. Cameron y Merkel lamentan hoy el problema de sus instalaciones aeroportuarias obsoletas. Los españoles, no. Y cabe recordar a los “enemigos del hormigón” con argumentos ecologistas que el 50% de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera proceden de los transportes y las residencias, por lo que cualquier mejora en su funcionamiento eficiente supone una ventaja clara en la lucha contra el cambio climático. Por ejemplo, sustituyendo camiones por trenes en el traslado de mercancías.

En los años 70, la capacidad de nuestras infraestructuras estaba al 45% de la media europea (Eurostat). Hoy estamos a la cabeza del continente en funcionalidad logística, y cuatro empresas españolas de gestión de infraestructuras ocupan los cuatro primeros puestos del ranking mundial por cifra de negocio. Cualquier operador público o privado que en estos momentos esté pensando en acometer una gran obra o poner en marcha un gran sistema de transportes acabará pensando en España, y acabará contratando muy probablemente a una empresa española. Como ya ocurre en la alta velocidad ferroviaria de Arabia, en las presas chinas, en las autopistas californianas o en el mismísimo Canal de Panamá.

Cualquier país del mundo presumiría de estos logros. Sin embargo, en estos momentos el debate social en España solo alude a las infraestructuras para subrayar el dispendio de recursos públicos que ha supuesto el aeropuerto de Castellón o las autopistas radiales de Madrid. Es como si Finlandia renegara de su industria telefónica porque fracasó en el desarrollo del sistema operativo MeeGo, o como si Estados Unidos despreciara para siempre a sus creativos en las redes sociales por el batacazo de Facebook en la bolsa neoyorkina.

Desde luego que hay que racionalizar el gasto público hasta el último euro, máxime en un contexto de ajuste fiscal como el que sufrimos. Claro que hay que revisar prioridades inversoras, y que la atención a las necesidades sociales ha de anteponerse sobre todo lo demás. Incluso en el objetivo de ganar competitividad es preciso atender líneas de inversión alternativas a la mejora del capital físico, muy primado hasta ahora. Importa mucho invertir en el capital tecnológico y, sobre todo, en la formación del capital humano. Y hemos de desterrar para siempre la planificación de obras a golpe de populismo, electoralismo o falso agravio comparativo. Pero todo esto no obsta para que España mantenga unos niveles razonables de inversión en infraestructuras logísticas y de transporte, sin que se desplomen las partidas destinadas a tal menester, y sin que se estigmatice a quien aún hoy habla de gastar dinero público en mejorar la conexión de los puertos por ferrocarril, por ejemplo.

Unos presupuestos poco coherentes

Los presupuestos inversores que ha presentado el Gobierno del PP para 2013 son una máquina de picar empresas, empleos y competitividad en la economía española. No se salva ningún capítulo, de la construcción a la conservación, de los aeropuertos a las carreteras. Cerca de un 37% de rebaja respecto al presupuesto ya rebajado de 2011. La patronal de la construcción (Seopan) anuncia que en los nueve primeros meses de este año 2012 la licitación de obra pública ha caído nada menos que un 59% respecto al mismo periodo del año anterior. Dice el Gobierno que son unos presupuestos “coherentes” con el objetivo prioritario de reducir el déficit público. Pero no son coherentes con el objetivo ciudadano de hacer todo lo posible por superar la crisis, reactivar la economía y crear puestos de trabajo. A medio plazo será contraproducente incluso con el propósito del ajuste fiscal, porque la contracción de la economía reducirá los ingresos y aumentará la deuda colectiva.

El presupuesto de infraestructuras de 2013 desmiente también al non nato PITVI (Plan de Infraestructuras, Transporte y Vivienda) de la ministra de Fomento. Preveía inversiones por valor superior a los 250.000 millones de euros en 12 años, hasta 2024. Pero al rimo inversor del ejercicio 2013 (8.200 millones), el PITVI tardará más de 30 años en hacerse realidad. Por contravenir, contraviene hasta el acuerdo con el que Rajoy salvó la última Conferencia de Presidentes, que establecía medidas para “mejorar la competitividad”. La competitividad se mejora con inversiones eficientes en las redes transeuropeas, en la intermodalidad, en la conectividad de cada nodo logístico y en la conservación inteligente de todo lo construido. Y nadie ofrece un duro ya por el cumplimiento de los plazos comprometidos para la finalización de los grandes corredores y de la extensión de las cercanías ferroviarias.

Para cubrir flancos, el Gobierno alude a una inversión privada complementaria que alcanzaría hasta el 36% del total. Nadie sabe de dónde se obtiene este porcentaje feliz, y nadie conoce a los reyes magos que vendrán cargados de millones para regar el presupuesto mustio de la ministra. Se ha prometido una ley de financiación de infraestructuras. Bienvenida sea. Hace falta, para homogeneizar procedimientos y establecer garantías de transparencia y de preeminencia del interés general. Pero la ley no es el bálsamo de Fierabrás, y nos tememos que la lluvia de millones solo es otra quimera más.

De la liberalización a la privatización de los transportes

En materia de gestión de transportes, todas las medidas se acomodan al objetivo explícito de “liberalizar”, que en boca de los políticos liberales suele querer decir “privatizar”. Pero liberalizar no es bueno ni malo por definición. Depende de qué se liberalice, cuánto, cómo y cuándo. Y al PP le falla sobre todo el cuándo, porque quisieran que el cuándo fuera ahora, y ahora no hay condiciones en los mercados para liberalizar ni para privatizar. Por lo tanto, las grandes preguntas no se responden, y las pocas respuestas que se atisban apuntan a una privatización total, de entrada para RENFE y para AENA. Ya se intentó este camino en Reino Unido, por ejemplo. Y están de vuelta, porque el negocio a ultranza suele estar reñido con el mantenimiento eficiente de las infraestructuras más estratégicas para una sociedad. Nosotros vamos allí de donde ellos vuelven.

AENA es el primer operador aeroportuario del mundo por viajeros transportados, y su configuración en red le aporta una capacidad de planificación estratégica envidiada por todos los competidores. Pero el Gobierno está descapitalizando AENA para venderla mejor. Expulsa a 1.500 trabajadores, cuando su personal cualificado es su primer activo. Eleva las tasas más de un 35% en dos años, perdiendo clientes y competitividad. Restringe horarios y actividad en las instalaciones menos rentables, para acabar de hundirlas y para acabar por cerrarlas. Y rebaja casi un 40% la inversión para mantenimiento y mejoras. Los malos frutos de esta estrategia ya se están recogiendo en forma de disminución de operaciones y de pasajeros en este año 2012 (9% y 4,2% respectivamente hasta el mes de octubre). Y claro, Easy Jet se va de España e Iberia anuncia EREs lamentables.

RENFE será arrojado a un mercado abierto de transporte de viajeros en el proceso más acelerado e inconsciente de la historia mundial de los ferrocarriles. Antes del próximo verano, la operadora ferroviaria española deberá transformar sus estructuras y funcionamiento para competir con las mejores empresas del mundo. Italia tardó una década en preparar a su empresa nacional. Los españoles hemos invertido miles de millones de euros en unas infraestructuras ferroviarias punteras, en alta velocidad por ejemplo, para que las empresas públicas de Francia y de Alemania, muy probablemente, acaben explotando las líneas más rentables con pingües ganancias que se embolsarán los tesoros respectivos. El resto son preguntas sin contestar: ¿Tendremos un operador español tras la liberalización? ¿Será público? ¿Acabará desapareciendo RENFE? ¿Qué pasará con sus servicios públicos? ¿Quién financiará las cercanías siempre deficitarias, por ejemplo? ¿Y los trabajadores?

Tampoco sabemos cuándo llegará al Congreso la “urgente” Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres, que el anterior Gobierno dejó redactada y acordada con el sector. Ni sabemos cómo piensan cerrar el truculento culebrón de las autopistas de peaje al borde de la quiebra. El parcheado de las cuentas de compensación que socializan pérdidas ya no es viable, pero las “soluciones definitivas” que se lanzan a modo de globo sonda dan aún más miedo. Un día piensan en recuperar la entidad nacional de autopistas, para salvar a las empresas privadas de sus negocios ruinosos con dinero público. Y al día siguiente amenazan con peajes en todas las carreteras estatales para tapar el agujero. No cabe mayor despiste.

En conclusión. La sociedad española necesita de una inversión eficiente y suficiente para seguir mejorando sus infraestructuras. Para lograrlo cabría llegar a un gran acuerdo “por un transporte competitivo en España”, priorizando aquellos objetivos que coadyuven más eficazmente a superar la crisis, ganando competitividad y creando empleos. Necesitamos una ley que atraiga inversión privada con reglas claras y transparentes. Y deberíamos reclamar todos juntos a las instituciones comunitarias que las inversiones asociadas a las redes europeas de transporte no contabilicen como déficit público, que se lancen cuanto antes los llamados “bonos-proyecto” para obras de interés transnacional, y que el Banco Europeo de Inversiones disponga de recursos suficientes para financiar mejoras logísticas relevantes.

Ya va siendo hora de parar el péndulo y apostar por la logística digital.

Publicado en El País 14-11-2012

 

RUBALCABA PRIORIZA EL CRECIMIENTO SOBRE EL AJUSTE

La política económica que aplican los líderes de la derecha europea en el poder está priorizando el control del déficit público y de la inflación sobre los estímulos al crecimiento y la generación de empleo. El régimen de austeridad, ajustes y recortes impulsado por Merkel y Sarkozy, y aplaudido por el PP español, ya está mostrando sus resultados en forma de estancamiento económico, caída del consumo y multiplicación del número de parados.

Durante los tres últimos años, la derecha política, económica y mediática se ha empleado a fondo para hacer calar la convicción de que los programas intensos de consolidación fiscal, los impuestos bajos, los tipos altos y los sacrificios sociales bastarían para sortear la crisis. No ha sido así. Las caídas drásticas de la inversión pública, el gasto social y el consumo interno han abortado la recuperación incipiente y amenazan con llevarnos a una recesión brutal.

Krugman alude en estos días a la metáfora de las sangrías en la práctica médica del siglo XIX. Cuánto más debilitado estaba el enfermo, más se le sangraba para “limpiar” su sangre. El resultado habitual solía ser la muerte del paciente por desangramiento. La medicina ha avanzado lo suficiente como para abandonar estas técnicas deplorables que, según parece, aún resultan populares entre los economistas más conservadores.

Conforme la crisis se agudiza, la derecha que manda en Europa se empeña en sangrar al enfermo, muy debilitado ya por la crisis y el paro. Cae la inversión y el consumo privado, se contrae la inversión y el gasto público, se limita la circulación del crédito, se mantienen los tipos de interés medio punto por encima de EE.UU. y Japón, se recortan las prestaciones sociales a la población… Esta es una dinámica suicida para el presente y el futuro de todos los europeos.

Alguien tenía que gritar aquello de “¡El emperador está desnudo!”. Rubalcaba lo ha hecho: “Sin crecimiento económico no habrá empleo, ni estabilidad financiera, ni saldremos de la crisis. Solo la inversión pública puede conseguir el crecimiento de las economías más afectadas por sobreendeudamiento y contracción del crédito.”

El candidato socialista ha roto con la ortodoxia de la austeridad y el ajuste a ultranza. La estabilidad presupuestaria y la reducción de los déficits constituyen una meta inexorable, pero es preciso flexibilizar los ritmos para propiciar un nivel razonable de actividad económica, consumo interno y generación de puestos de trabajo

Rubalcaba reclama un “New Deal” para Europa, como aquel que Roosevelt impulsara en los Estados Unidos para enfrentar las consecuencias de la Gran Depresión de 1929. Bajar los tipos de interés, inyectar liquidez al sistema, blindar el modelo de protección social y acometer un gran programa de inversiones públicas para reactivar la economía y cimentar un modelo de crecimiento más sólido, competitivo y justo. Esta es la gran apuesta de la socialdemocracia.

¿Cuál podría ser el destino de tales inversiones? En España lo tenemos fácil. La Comisión Europea acaba de encargarnos (19 de octubre) el desarrollo de cinco grandes corredores ferroviarios para modernizar nuestro sistema logístico, en el horizonte del año 2030. ¿Por qué no adelantar estas inversiones eficientes? También nos han puesto deberes para la mejora de nuestra educación. Aún nos queda mucho por invertir y por trabajar en el campo de las energías renovables. La remodelación de entornos urbanos deteriorados es otro nicho de actividad socialmente rentable y económicamente interesante.

Los ciudadanos españoles lo tienen cada día más claro ante la cita del 20 de noviembre. Rajoy equivale a la misma política que está condenando a Europa al estancamiento económico y el retroceso social. Rubalcaba ha señalado un camino distinto y esperanzador.