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ARRINCONANDO AL MACHISMO  

Algo se está moviendo en la conciencia colectiva respecto a las expresiones más contumaces del machismo. La gran mayoría de los españoles ha dejado de transigir con lo que hasta hace demasiado poco tiempo aún se daba en llamar violencia “doméstica” o simples “peleas de pareja”. Y poco a poco están dejando de ser tolerables también ciertas conductas en el entorno laboral, universitario o festivalero, que antes entraban en la categoría de normales o inevitables, y que ya comienzan a denunciarse de manera general como lo que realmente son: auténtica violencia machista.

Casi la mitad de las mujeres españolas denuncian haber sido víctimas de un abuso o agresión sexual en alguna ocasión durante los últimos 15 años, según una macro-encuesta del Gobierno datada en 2015. En muchos casos se trata de violencia ocasionada por la pareja o expareja, pero en otras ocasiones la agresión parte de hombres que hacen uso de su prevalencia sobre la mujer, porque son sus jefes, sus profesores, sus entrenadores, sus psiquiatras… Otro escenario demasiado habitual en este tipo de violencias se da en las fiestas populares, que algunos agresores interpretan como una especie de “barra libre” para sus apetencias sexuales.

Cada vez son más las mujeres que se atreven a denunciar los actos de violencia machista públicamente y ante la Justicia, afrontando el coste lamentable que tales denuncias suponen en su entorno familiar y social. Cada vez son mayores las muestras de comprensión y respaldo público que estas víctimas reciben. Y cada vez son más los violentos que obtienen el reproche social y el castigo judicial que corresponde a su conducta.

Es cierto también que las reacciones de banalización, cuando no de comprensión o legitimación de la violencia machista están aún presentes en esta sociedad. Pero día a día reciben más contestación. Ha ocurrido últimamente con el intento de culpabilizar a la víctima en el juicio por violación de “la manada” en Pamplona. Ha pasado con algunas campañas institucionales paternalistas que llamaban a “no maltratar a lo más grande de Galicia”. Ocurre a menudo con menciones de políticos, periodistas o publicistas que no respetan debidamente los derechos de las mujeres.

Las cifras son muy llamativas y absolutamente inaceptables en lo referido a la cantidad de mujeres afectadas por esta violencia. 44 mujeres asesinadas por el machismo en lo que va de año, según la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género. Más de dos millones de agresiones ocasionadas por parejas o exparejas. Millón y medio de agresiones fuera de las relaciones de pareja. Y tanto o más graves aún resultan los porcentajes de jóvenes que contemplan la violencia machista como “normal” (27%) o que entienden que el problema “se exagera” (21%).

Hay un punto de inflexión en nuestro tiempo, sin duda, respecto a la consideración social de la violencia machista. Una inflexión en el buen sentido, en el sentido de la condena al machismo y del apoyo a sus víctimas. Pero hace falta más esfuerzo, mucho más, para arrinconar definitivamente al machismo y erradicar sus consecuencias más dañinas.

Este esfuerzo tiene tres caminos fundamentales: la educación en valores de igualdad, desde la infancia más tierna; la penalización contundente para las conductas violentas, en lo social y en lo judicial; y la protección efectiva de las víctimas, para que escapen, para que denuncien, para que se sientan protegidas, y para que puedan rehacer sus vidas libres de maltrato alguno.

DESIGUALDAD DE GÉNERO: SÍNTOMAS Y ENFERMEDADES

Cada celebración anual del día internacional en el que se reivindica la igualdad entre mujeres y hombres se dan dos factores que llaman la atención. Siendo un día de reivindicación internacional, en nuestro país al menos predominan con mucho las reivindicaciones propias del escenario nacional o, como mucho, del escenario europeo, cuando la situación del resto de mujeres del mundo es mucho peor en buena parte.

Además, a la hora de esgrimir argumentos de contundencia para evidenciar las situaciones de desigualdad real a combatir, suele hablarse de forma recurrente sobre el escaso número de mujeres que forman parte de las plataformas de poder en la política, en la empresa, en la judicatura, en los rectorados universitarios, etc. Pero siendo esta una realidad tan rechazable como incontrovertible, lo cierto es que resulta tan solo un síntoma más de una enfermedad, la enfermedad del machismo, cuya curación debiera ser el objetivo primordial.

La igualdad definitiva entre hombres y mujeres constituye sin duda la principal revolución social de nuestro siglo. Una revolución que tendrá altibajos, aceleraciones y deceleraciones en su transcurso, seguramente, pero que resulta ya imparable. Es importante porque afecta nada menos que a la mitad de la población. Es histórica porque persigue acabar con una injusticia con raíces multi-milenarias. Y es positiva porque permitirá que el motor del progreso de la Humanidad duplique su fuerza creativa y motriz.

Pero no hay que perder de vista el hecho de que siendo aún muy relevantes las discriminaciones y violencias que sufren colectivamente las 250 millones mujeres en Europa, el resto de las más de 3.000 millones de mujeres que habitan otros continentes soportan situaciones bastante peores en muchos casos. Por tanto, cada 8 de marzo es importante destacar la tabla reivindicativa de las mujeres españolas y europeas, pero a mi juicio tenemos que hacer un hueco mayor en nuestras denuncias públicas para esas mujeres que en África, en Asia y en Latinoamérica son mayoritariamente privadas de los derechos y las libertades más elementales. Sobre todo desde la izquierda que presume de internacionalismo.

En el otro aspecto mencionado, el de los síntomas y las enfermedades, cabe prescribir dos tipos de tratamientos. Uno de carácter analgésico para los síntomas de las desigualdades más evidentes en los ámbitos públicos y privados de decisión, mediante la lucha contra la discriminación negativa y la aplicación de medidas de discriminación positiva. Pero más relevante es el tratamiento antibiótico contra la enfermedad que provoca este y otros síntomas aún más dolorosos por su afección al día a día de muchas mujeres, en la violencia, en la relegación profesional y salarial, en la adjudicación exclusiva de funciones domésticas y de cuidado, en los mayores riesgos de empobrecimiento y exclusión social…

La enfermedad se llama machismo y tiene dos vías claras de curación: la educación y el empleo en igualdad. Solo mediante la educación podrán extirparse esos prejuicios que otorgan la primacía social al hombre y subordinan el papel social de la mujer. Y solo con el igual acceso, la igual retribución y la igual promoción laboral podrán las mujeres alcanzar el grado de autonomía y reconocimiento que se requiere para establecer sus relaciones personales, familiares y sociales con los hombres en situación de equilibrio, de igual a igual.

PRIMERO FUERON A POR LAS VIUDAS…

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El debate sobre la viabilidad del sistema de las pensiones públicas es un debate tan importante como recurrente en la sociedad española. Y generalmente se dan dos constantes.

Primera constante. Los riesgos para el equilibrio del sistema suelen llegar de la mano de la gestión de la derecha. Ahora por la vía del vaciamiento del Fondo de Reserva, para compensar los regalos fiscales a los más pudientes, y por el camino de la precarización dramática en contratos y salarios.

Y segunda constante. La derecha suele lanzar globos sonda para reequilibrar el sistema aminorando los gastos. Es decir, recortando las prestaciones. Ahora les ha tocado a las viudas, porque el sondeo apunta a excluir sus pensiones del ámbito contributivo de la Seguridad Social, con los riesgos consiguientes de precarización.

La derecha política y económica lleva algún tiempo planteando la posibilidad de excluir la cobertura financiera de las pensiones de “muerte y supervivencia” (viudedad y orfandad fundamentalmente) del ámbito de las cotizaciones sociales, para que sean financiadas con cargo a las transferencias del presupuesto del Estado a la Seguridad Social.

Hablamos de 2.742.219 pensionistas, de los que 2.359.827 lo son por viudedad. Se trata de mujeres en más del 92% de los casos, que cobran como media poco más de 530 euros al mes. El gasto mensual en este capítulo alcanza los 1.658 millones de euros, y en este año 2016 el gasto total no llegará a los 23.200 millones de euros. De este gasto, más de 20.000 millones saldrán de las cuentas de la Seguridad Social, y los 3.000 millones restantes saldrán de las cuentas del Estado, por tratarse de complementos de mínimos.

El cambio que se apunta no es baladí, ni para los perceptores de las prestaciones, ni para el sistema de la Seguridad Social. Si las pensiones de viudedad no se financian desde la Seguridad Social, su consideración jurídica pasaría de prestaciones contributivas a prestaciones no contributivas. La cuantía de las prestaciones contributivas mantiene una relación directa y lógica con lo cotizado por el trabajador fallecido. La cuantía de las prestaciones no contributivas no ha de mantener tal relación, también por pura lógica. ¿Por qué pagar pensiones diferenciadas, en función del salario del causante fallecido, si las pensiones se pagan con los impuestos de todos?

Además, las prestaciones no contributivas, aunque sigan formando parte del sistema de la Seguridad Social, son gestionadas por las Comunidades Autónomas, que son competentes en materia de servicios sociales. Parece razonable anticipar, por tanto, que los gobiernos autonómicos reivindicarían gestionar estas pensiones. Y teniendo en cuenta el principio de auto-organización de los servicios públicos reconocido a las Comunidades Autónomas en sus Estatutos, ¿quién puede garantizar que todos los españoles con derechos recibirían sus prestaciones con las mismas cuantías y en las mismas condiciones? ¿Qué sería de la igualdad requerida al sistema? ¿Acabaríamos teniendo 17 sistemas distintos y desiguales en las pensiones de viudedad, como ya ocurre en otros servicios sociales o en la asistencia sanitaria?

También habría repercusiones para la propia Seguridad Social, porque desgajar de su sistema contributivo unas prestaciones tan relevantes como estas, centraría el sistema público de pensiones casi exclusivamente en las pensiones de jubilación. Lo cual, a su vez, favorecería cualquier estrategia a favor de la transformación de la naturaleza del sistema. Del reparto a la capitalización, por ejemplo.

Además, ¿por qué las viudas? ¿Por qué poner en riesgo precisamente las prestaciones que reciben muchas mujeres con recursos escasos y que han de sostener familias necesitadas a su vez? ¿Por qué no apuntar al capítulo de los ingresos en el objetivo de equilibrar las cuentas del sistema?

Hay muchas ideas alternativas al riesgo de las pensiones de viudedad para mejorar los presupuestos de la Seguridad Social. Algunas son de fondo, como mejorar la calidad de los contratos laborales, o elevar el salario mínimo (y, por tanto, las cotizaciones), o aumentar la cobertura pública de los parados (con las correspondientes cotizaciones). Otras son más prácticas, como aplicar un impuesto finalista para contribuir a la financiación del conjunto del sistema, o como “destopar” las cotizaciones a pagar por los salarios más altos, o como cubrir con presupuestos generales los gastos administrativos del sistema.

¿O es que el globo sonda no tiene nada que ver con el propósito de equilibrar las cuentas de la Seguridad Social? ¿O es que estamos ante una nueva andanada para la credibilidad del sistema público de pensiones con objeto de favorecer la contratación de planes privados?

Dejemos a las viudas en paz, por favor.

EL DRAMA DE LOS PARADOS MAYORES DE 45 AÑOS

EL DRAMA DE LOS PARADOS MAYORES DE 45 AÑOS

A menudo se focaliza el debate sobre las consecuencias del paro en los más jóvenes, y ciertamente resulta gravísimo que más de la mitad de los menores de treinta años no encuentre un empleo, o que la mayor parte de los empleados jóvenes padezcan unas condiciones laborales precarias en extremo. Las vocaciones frustradas, los proyectos vitales limitados y la emigración forzosa son fenómenos que expulsan a las nuevas generaciones del sistema socio-económico y que no dicen nada bueno respecto al futuro que nos espera.

No obstante, el drama de las personas mayores que acaban fuera del mercado de trabajo es terrible también. Se trata, además, de personas que a menudo tienen cargas familiares, que han vivido dignamente como clase media o clase trabajadora, y que de pronto son arrojadas de forma directa a la pobreza y la exclusión social.

Los datos son determinantes. A partir de los 30 años, el riesgo de desempleo crece con la edad, de tal manera que el paro entre los mayores de 55 años ha aumentado durante los tres últimos años un 61%, cuatro veces más que el paro entre la población general en España. Además, cuando estas personas caen en el paro, tienen más dificultades que los demás para volver a emplearse. De hecho, entre los españoles que permanecen más de 24 meses en el paro, el 67% son mayores de 45 años.

Por eso resulta especialmente deplorable la política adoptada por el Gobierno del PP durante esta legislatura hacia las personas mayores en paro o en riesgo de desempleo. No es que les hayan perjudicado. Es que se han empleado con saña contra ellos, para promover el beneficio fácil entre algunos empresarios, y para ahorrar algo de dinero público allí donde ahorrar dinero público es una indecencia.

En un decreto de julio de 2013 facilitaron el despido de los mayores de 50 años. En la legislación anterior, el empresario con beneficios que incluía mayores de 50 años en un Expediente de Regulación de Empleo estaba obligado a tributar en el Tesoro Público. A partir de esta norma, despedir mayores resulta gratis siempre y cuando la proporción de mayores despedidos sea menor que la de mayores no despedidos.

En ese mismo decreto, el Gobierno eliminó las bonificaciones a las empresas para el mantenimiento del empleo a mayores de 60 años, así como las ayudas a las empresas que contrataran mayores de 52. Un año antes, en otro decreto suprimieron directamente el subsidio de subsistencia para los parados mayores de 45 años, retrasaron la percepción del subsidio de los mayores de 52 hasta los 55, y pasaron la jubilación no voluntaria de los 61 a los 63 años.

No contentos aún, han rebajado las cotizaciones a la Seguridad Social para los mayores en paro y han decidido contabilizar a la baja las llamadas lagunas de cotización. El resultado es que cuando estas personas llegan a la jubilación, sus prestaciones se reducen drásticamente, aunque tengan cargas familiares que atender.

En el Parlamento hemos intentado que el Gobierno rectificara. Hemos presentado iniciativas para que se dediquen a las personas mayores estrategias específicas, con formación, orientación e incentivos económicos para su contratación. Hemos pedido una moratoria en los despidos por causas económicas, con ayudas a las empresas que opten por reducir jornada antes que por despedir mayores. Reclamamos recuperar los subsidios para mayores de 45 y de 52 años. Y Pedro Sánchez lanzó la iniciativa de una prestación permanente para parados de larga duración con cargas familiares.

Todo ha sido inútil. El PP ha rechazado una iniciativa tras otra. Y cabe preguntarse si lo hacen porque no se creen la recuperación que pregonan, porque son tan crueles como para rebajar impuestos a las rentas altas mientras niegan 400 euros a los más débiles, o sencillamente porque el gurú Arriola les ha dicho que sacudir a los mayores no tiene coste electoral.

Deberían rectificar por justicia. Pero debieran hacerlo también por eficiencia económica. Porque no habrá recuperación ni sostenibilidad para este modelo económico mientras muchos de los más jóvenes deban emigrar para sobrevivir, y buena parte de los más mayores acaben abandonados a la indigencia.

 

ABORTO, VIOLENCIA DE GÉNERO E IGUALDAD

ABORTO, VIOLENCIA DE GÉNERO E IGUALDAD

El cambio más relevante que está experimentando la Humanidad en términos de civilización tiene que ver con el proceso irreversible de igualdad entre los hombres y las mujeres. Ni el fenómeno de la globalización ni las grandes transformaciones económicas, demográficas o geoestratégicas de nuestro tiempo, tienen la dimensión de aquel cambio. Cualitativamente está relacionado con el ejercicio de los derechos humanos más básicos, y cuantitativamente afecta nada menos que a la mitad de nuestra especie. En clave temporal, estamos hablando del cambio de un paradigma patriarcal que proviene del origen mismo de las relaciones entre los seres humanos, en los primeros estadios de la prehistoria.

La izquierda política celebra muy especialmente en torno al 8 de marzo la reivindicación de la igualdad entre los hombres y las mujeres en todo el mundo. Se trata de una batalla política extraordinariamente motivadora, porque si el primer objetivo de la izquierda es la consecución de una sociedad más igualitaria, no existe propósito igualador más decisivo que aquel que sitúa a las mujeres en las mismas condiciones que los hombres.

En ocasiones, esta lucha legítima por la igualdad adquiere un carácter discutible, como cuando parecen anteponerse los instrumentos a los fines en relación a las cuotas y las cremalleras. O cuando se plantea la reclamación feminista como una especie de competición permanente entre mujeres y hombres. El propósito de la igualdad está por encima de las herramientas que coyunturalmente puedan establecerse, con mayor o menor acierto, para su consecución definitiva. Y el objeto de una sociedad igualitaria no consiste en un pulso constante entre ellos y ellas, sino en una convivencia enriquecedora sobre bases de mutuo respeto y reconocimiento.

Los debates más decisivos en torno a la igualdad entre mujeres y hombres han de centrarse en los modelos educativos, en la distribución de roles sociales, en la inserción laboral, en la promoción profesional, en la autonomía económica, en la participación del poder. Y no puede tratarse de debates circunscritos a las sociedades avanzadas donde, a pesar de los retos pendientes, se han logrado mayores progresos. El gran debate pendiente sobre la igualdad tiene que ver con los miles de millones de mujeres que viven absolutamente relegadas, sin el más mínimo respeto por sus derechos humanos, en sociedades con instituciones, legislaciones y prácticas inequívocamente machistas.

Al otro lado de nuestra frontera sur, por no ir más lejos, millones de mujeres son tratadas como esclavas, obligadas a casarse en la pubertad con maridos elegidos por sus padres, excluidas de la educación y del trabajo profesional, carentes de los derechos más elementales. Y así sucede en la mayor parte del mundo, aún hoy en pleno siglo XXI. Si la “comunidad internacional” se muestra dispuesta a presionar a algunos Estados a favor de determinados derechos de carácter económico o cultural, sería razonable también establecer como objetivo “liberar” a millones de mujeres del anacrónico yugo machista.

Ya en nuestro país, uno de los debates más llamativos se ha producido en torno a la relación entre el aborto y la violencia de género. El ministro Gallardón suele aludir a la “violencia estructural de género que impulsa a las mujeres a abortar”. El arzobispo de Granada ha llegado a afirmar que “las mujeres que abortan no pueden quejarse si son violadas”. Y diversas asociaciones antiabortistas establecen una más que discutible relación causa-efecto entre la interrupción voluntaria del embarazo y las agresiones que sufren muchas mujeres.

La violencia de género constituye un fenómeno social tan execrable como extendido, y merece una estrategia social e institucional de envergadura para su erradicación. Un reciente estudio de la Comisión Europea sitúa en el 33% el porcentaje de mujeres europeas que han sido objeto de violencia por su condición de mujeres, y en lo que llevamos de año 16 mujeres han muerto ya en España como consecuencia del ataque machista.

¿Puede establecerse una relación entre el aborto y la violencia de género? Entiendo que sí, pero la relación no tiene que ver con la supuesta presión ilegítima que, según los sectores sociales más conservadores, impelen muy mayoritariamente a las mujeres a abortar en contra de su voluntad. Más bien se trata de todo lo contrario.

Hay una frase muy significativa al respecto del ya citado y muy locuaz arzobispo de Granada: “No se puede hacer recaer la responsabilidad de un eventual embarazo sobre la mujer dejada a sí misma”. Este es el problema. La ausencia de respeto a la libertad de la mujer para adoptar sus propias decisiones. La consideración de la mujer como un ser inferior, necesitado de tutela, masculina naturalmente, cuando ha de enfrentarse a una decisión importante, como la maternidad.

Esa desconsideración hacia la mujer como sujeto de los mismos derechos que el hombre se encuentra en la base misma de la violencia de género. Los hombres que violentan a las mujeres lo hacen muy generalmente porque las consideran seres inferiores, necesitados de amparo y tutelaje, incapaces de valerse por sí mismas. Si el hombre es su protector, el hombre es su jefe y su dueño, legitimado para obligarle a hacer su voluntad y dispuesto para castigar sus desobediencias.

Si de verdad queremos acabar con la matanza de mujeres a manos de sus compañeros, antes tendremos que acabar con el machismo irredento que aún anida en muchos discursos y en muchas actitudes.