Archivo de la categoría: Transportes

¿A QUIÉN BENEFICIA LA PRIVATIZACIÓN DE AENA?

 

El Gobierno se niega una y otra vez a comparecer en el Parlamento para explicar las razones y las condiciones de la recién iniciada privatización de AENA Aeropuertos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién? Los españoles merecemos algunas respuestas en torno a un proceso que en el mejor de los casos pondrá en manos privadas un sector estratégico para nuestra economía, y que en el peor de los casos supondrá el cierre de aeropuertos con resultados económicos negativos pero que contribuyen a vertebrar el territorio y a garantizar nuestro derecho a la movilidad.

Fomento se remite al Decreto 13/2010 del anterior Gobierno socialista para legitimar la venta del capital de AENA. Sin embargo, aquella norma perseguía unos objetivos que hoy no se mantienen. Se trataba entonces, lisa y llanamente, de vender patrimonio público para obtener una financiación que el Estado no lograba adquirir en los mercados. Hoy no es el caso, porque la prima de riesgo se ha reducido mucho y los tipos de interés vigentes en el mercado son más asumibles.

Aquel Decreto facultaba al Gobierno para vender hasta el 49% del capital de AENA a la par que blindaba la continuidad de la red aeroportuaria española, la primera del mundo en número de viajeros y la más eficiente, precisamente por la combinación de aeropuertos-cauce y aeropuertos-hubs o distribuidores. Hoy esta red está en peligro, puesto que el documento de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia que informa la privatización aconseja la fractura de AENA en “tres o cuatro lotes”.

Entonces se planteaba también la gestión individualizada, vía concesión incluso, de los aeropuertos con más tráficos, en clave de estímulo a la competencia y a cambio de un canon que facilitara la financiación de la red en su conjunto. En el proceso actual, sin embargo, la CNMC promueve directamente la privatización total de todos los aeropuertos, y el Gobierno se ha reservado vía Real Decreto Ley 8/2014 la capacidad de enajenar o cerrar cualquier instalación aeroportuaria, con tan solo un informe previo de la Comisión Delegada para Asuntos Económicos (en caso de aeropuertos con valor superior a los 20 millones de euros) o del Secretario de Estado de Fomento (para todos los demás).

La norma de 2010 buscaba una participación más activa y determinante de las administraciones y agentes económicos territoriales en la gestión de los aeropuertos, con objeto de mejorar su eficiencia. Pero el Gobierno actual ha limitado tal participación a los tradicionales comités de rutas, que colaboran desde hace años en la búsqueda de nuevos mercados foráneos, y unos inespecíficos comités de coordinación sin competencia decisoria alguna.

Los argumentos a favor del proceso privatizador vigente que aluden a la “sostenibilidad” de las cuentas de AENA o a la mejora de su “competitividad” tampoco son aceptables, toda vez que la propia dirección de la empresa pública y el Ministerio de Fomento vienen presumiendo desde hace meses de sus “magníficos resultados de explotación”, de la “viabilidad de su deuda” y de contar con “los aeropuertos más competitivos de Europa”.

Finalmente, no podrá esgrimirse como motivo para la privatización la posibilidad que se abre para una política de moderación en las tarifas aeroportuarias, largamente demandada por los agentes del sector. De hecho, Fomento y AENA llegaron hace escasas fechas a un gran acuerdo con los operadores más habituales de nuestros aeropuertos para congelar esas tarifas durante este año y para moderar los crecimientos futuros.

En consecuencia, si la privatización de AENA no persigue financiar al Estado en condiciones ventajosas, ni blindar la red aeroportuaria, ni optimizar la eficiencia con gestiones individualizadas, ni fomentar la participación territorial, ni mejorar las cuentas de AENA, ni aumentar su competitividad, ni moderar sus tarifas, ¿por qué se afronta la privatización parcial de AENA? O mejor aún: ¿a quién o a quiénes se pretende favorecer privatizando parcialmente nuestra red aeroportuaria?

En realidad el Gobierno se resiste a admitir que estamos en la primera fase de una estrategia que conduce a la privatización total de AENA y al desmantelamiento de la vigente red de aeropuertos de interés general del Estado. Esta es la verdad. ¿Por qué pensamos así?

En primer lugar, porque la consulta realizada oficialmente por la dirección de AENA Aeropuertos al Consejo Consultivo de Privatizaciones del Estado (CCP) preveía la venta final de hasta el 60% de su capital, según consta en el informe emitido por esta entidad el día 21 de octubre de 2013. La enajenación del 49% es pues tan solo un primer paso en el camino de poner la empresa pública en manos privadas de forma mayoritaria.

En segundo lugar, porque a diferencia del proceso iniciado en 2010 y abortado por el Gobierno del PP, ahora no se buscan solo financiadores externos para AENA, sino que se explicita la conformación de un “núcleo estable” de accionistas privados con intereses en el sector, a los que se invitará a compartir la “planificación estratégica” de la compañía, según palabras pronunciadas públicamente por el propio Presidente de AENA Aeropuertos, tras confirmar que la primera empresa interesada “y bienvenida” para formar parte de este núcleo estable es la línea aérea de bandera irlandesa Ryanair, conocida por sus prácticas irregulares.

En tercer lugar, porque el artículo 22 del mencionado Real Decreto Ley 8/2014 otorga al Gobierno la posibilidad de “cerrar o enajenar, total o parcialmente, cualquiera de las instalaciones o infraestructuras aeroportuarias necesarias para mantener la prestación del servicio aeroportuario en cualquier aeropuerto de la red de interés general”, siendo este un requisito sine qua non para hacer atractivo el proceso de privatización de AENA ante eventuales inversores nacionales o internacionales, para los que la obligación de sostener económicamente las instalaciones menos rentables podría suponer un factor disuasorio.

Y en cuarto lugar, porque el también mencionado Informe de la CNMC, que marca al Gobierno la ruta a seguir para privatizar AENA, establece de manera diáfana la necesidad de romper la red aeroportuaria española en varios lotes, con la finalidad de salvar las reticencias de la Comisión Europea, nada proclive a sustituir monopolios públicos por monopolios privados. El mismo informe recomienda la privatización directa e individualizada de los aeropuertos rentables, y el cierre de los menos rentables, a no ser que las administraciones territoriales se comprometan a aportar fondos propios para su mantenimiento, cuando hasta ahora toda la red se autofinanciaba compensando los beneficios económicos de unas instalaciones con las pérdidas de las demás.

Para que los españoles y sus representantes tengan claras las consecuencias de la aplicación de estas medidas, resulta interesante relacionar los aeropuertos y helipuertos con resultados económicos negativos en el ejercicio 2013 y que, por tanto, corren serio riesgo de supervivencia conforme a los planes del Gobierno y la CNMC: Albacete, Algeciras, Almería, Asturias, Badajoz, Burgos, Ceuta, Córdoba, A Coruña, Madrid-Cuatro Vientos, Granada-Jaén, El Hierro, Jerez, Logroño, La Gomera, León, Madrid-Torrejón, Menorca, Málaga, Melilla, Huesca, Pamplona, Reus, Sabadell, Salamanca, Murcia-San Javier, San Bonet, Santander, Santiago, Valladolid, Vigo, Vitoria y Zaragoza.

Romper la red aeroportuaria, privatizar los aeropuertos y cerrar los aeropuertos con resultados económicos negativos constituye una barbaridad de consecuencias extraordinariamente negativas para la economía y la sociedad española en el cortísimo plazo. Los aeropuertos suponen un sector de relevancia estratégica para el desarrollo económico de un país que tiene en el turismo su industria principal, y en el que ocho de cada diez visitantes eligen estas instalaciones como puerta de entrada. La red aeroportuaria constituye, asimismo, un factor clave en la vertebración del territorio y una garantía básica para el ejercicio del derecho fundamental a la movilidad, especialmente en las islas.

Valorar los aeropuertos españoles exclusivamente en términos de resultados de explotación individual es de una irresponsabilidad mayúscula. Una AENA privada sería una AENA fraccionada y sin la red que le proporciona hoy una ventaja competitiva ampliamente envidiada en el mundo. Una AENA privada y fraccionada estaría avocada a cerrar sus instalaciones menos rentables, porque esa sería la exigencia lógica de un accionariado exento de obligaciones con el interés general. Y una AENA con aeropuertos amenazados de cierre avocaría a invertir preciosos recursos públicos de comunidades autónomas, diputaciones, cabildos y ayuntamientos para su mantenimiento, cuando hoy tal aportación no es necesaria.

Los españoles no necesitamos una AENA fraccionada y privatizada, sino una red de aeropuertos de interés general bajo titularidad pública y con gestión eficiente, para que pueda contribuir de manera decisiva en la consecución de los propósitos comunes del crecimiento económico, la creación de empleos de calidad y el progreso social del país. Esto es lo que demandamos del Gobierno.

La Ministra de Fomento debe comparecer cuanto antes en el Parlamento, como se le ha solicitado, para explicar por qué y a quiénes pretende beneficiar con este proceso privatizador contrario al interés general. Se encontrará con un Grupo Socialista preparado para acordar una planificación estratégica que mejore la competitividad y la eficiencia de nuestros aeropuertos, en el marco de una AENA pública y no sometida a más interés que al interés de todos los españoles.

 Artículo publicado en Público.es el 26-07-2014

AENA Y AVE: LIBERALIZACIÓN O APROPIACIÓN

El Gobierno acaba de anunciar sendos procesos de liberalización y privatización en dos ámbitos públicos de importancia estratégica para la sociedad española: el gestor aeroportuario AENA y el servicio ferroviario de viajeros. El momento elegido no es baladí ni casual. La derecha suele adoptar este tipo de decisiones con gran calado ideológico y perjuicio público significativo en las etapas de mayor debilidad de la izquierda y con la opinión pública entretenida. De hecho, el Consejo de Ministros que dio vía libre a esta medida se produjo a una semana de la proclamación de un nuevo rey y en plena renovación del liderazgo socialista.

El presente episodio tiene sus antecedentes en las privatizaciones emprendidas por el PP durante el mandato de Aznar en los sectores de la telefonía, de la energía y de la banca pública. Igualmente sucedió en varias comunidades autónomas como la madrileña y la valenciana en relación al patrimonio público de suelo y vivienda o en los servicios públicos sanitarios y educativos.

El Partido Popular pretende enmarcar estas operaciones en lo que llaman procesos de liberalización. El juego tramposo de la conceptualización y el lenguaje político de la derecha resulta efectivo cuando cuenta con múltiples complicidades en los medios de comunicación. El término liberalización pretende evocar conceptos positivos como libertad, apertura, competitividad, eficiencia y ventajas para los usuarios, frente a la ausencia de libertad, los monopolios ineficientes y la burocracia inherente a lo público.

La experiencia, sin embargo, nos enseña que, en demasiadas ocasiones, estos procesos teóricos de liberalización acaban dando lugar a la apropiación privada en sectores de interés público, con grandes beneficios para unos pocos y perjuicios considerables para la mayoría. La privatización del sector energético en nuestro país, por ejemplo, no evolucionó del  monopolio público al mercado abierto, competitivo y eficiente, sino más bien del monopolio público al oligopolio privado, con gran fortuna para los accionistas de las empresas apropiadoras y con un coste creciente y abusivo en la energía a pagar por las familias y las pymes españolas.

Hace mucho tiempo que la socialdemocracia asumió el mercado como un mecanismo potencialmente eficiente y justo para la asignación de recursos, pero la garantía de estos adjetivos de eficiencia y justicia requiere la aplicación de reglas y controles que a menudo se incumplen. Hay un espacio donde el mercado abierto y reglado ejerce un papel de interés general, pero hay espacios que deben reservarse a la titularidad y a la gestión pública a fin de preservar los intereses de la colectividad. El Gobierno de Felipe González privatizó la empresa pública “Calzados Segarra”, porque la fabricación y venta de zapatillas puede desarrollarse en el ámbito puramente mercantil sin riesgo para el interés público. Pero privatizar la energía, los hospitales, los aeropuertos y el transporte ferroviario de viajeros tiene implicaciones muy distintas.

El Gobierno ha decidido aprovechar el marco legal abierto en 2010 para poner en el mercado el 49% del capital de la empresa pública AENA Aeropuertos. Pero las intenciones y las consecuencias de esta decisión de hoy tienen muy poco que ver con aquello que se procuraba hace cuatro años. En 2010, el Gobierno tan solo buscaba socios financieros para aumentar los ingresos del Estado en un momento crítico para el país y cuando estaban vedadas las vías habituales de financiación. Hoy, la situación financiera es distinta, la prima de riesgo se ha reducido y el coste de la financiación del Estado en los mercados habituales se ha normalizado. No existe aquella urgencia.

Además, lo que la norma de 2010 buscaba eran simples inversores privados en busca de una rentabilidad interesante, pero el Gobierno del PP plantea algo diferente: un “núcleo estable de inversores privados”. El primer demandante de este núcleo nos ofrece una buena pista sobre su verdadera naturaleza: Ryanair. Ya no se trata de inversores privados sin interés en la gestión de la red aeroportuaria. Ahora hablamos de empresas con interés en el sector y con intención de participar en la gestión de la red AENA.

Los riesgos son muy considerables. Nuestra red de aeropuertos  constituye un factor estratégico para el desarrollo económico y el ejercicio del derecho a la movilidad de millones de españoles, algunos de los cuales, por ejemplo los isleños, dependen casi en exclusiva de estas instalaciones para su empleo y su conectividad. Solo la titularidad pública mayoritaria de AENA y su gestión conforme a objetivos de carácter general asegura que los aeropuertos menos rentables no se cierran y que el conjunto responde al interés colectivo. ¿Quién garantiza que un empresario privado no acabaría cerrando los aeropuertos deficitarios que empañarían los resultados de explotación?

¿A quién beneficia esta operación? Los ciudadanos españoles no pagan ni un euro de sus impuestos hoy para sostener la red aeroportuaria, y a través de su representación pública establecen pautas de gestión, tarifas, conectividades… ¿Qué ganarían con una gestión privada? Nada. Los que ganarían serían los operadores privados que pondrían AENA al servicio de sus intereses particulares.

Algo parecido ocurre respecto al AVE. Las normas europeas no obligan a considerar la liberalización del servicio ferroviario de viajeros hasta el año 2019. ¿Por qué adelantarse? Los españoles hemos invertido 50.000 millones de euros de nuestros impuestos para contar con una red ferroviaria de alta tecnología y altas prestaciones. ¿Por qué entregarla sin más al beneficio de una empresa privada?

No existe ni una sola razón de interés general para privatizar la gestión del AVE, que el Gobierno pretende iniciar en la línea Madrid-Levante. No hay margen para bajar los precios, porque RENFE ya aplica tantas rebajas que ha finalizado el primer cuatrimestre de 2014 con unas pérdidas de cerca de 100 millones de euros. No hay margen tecnológico para aumentar velocidad. No hay trayecto nuevo a ofertar que no pueda asumir RENFE en mejores condiciones. Cualquier servicio añadido a bordo iría contra el factor clave del precio competitivo. ¿Dónde está la ventaja para el usuario?

No. La ventaja de esta operación no está en el interés general, sino en el beneficio privado que pueda obtener la empresa elegida por el Gobierno a costa del esfuerzo inversor de todos los españoles. Por el contrario, sí existen riesgos. La experiencia británica, por ejemplo, nos enseña que los gestores ferroviarios privados suelen relegar las obligaciones de velar por un buen mantenimiento y una seguridad maximizada en las infraestructuras, el material móvil y los servicios. Allí, de hecho, están de vuelta.

Se trata de una constante histórica. Cuando la izquierda parece debilitada, la derecha aprovecha para perjudicar el interés público en beneficio de unos pocos. Una razón más para fortalecer cuanto antes la alternativa progresista.

PEAJES: GANANCIAS PRIVADAS Y PÉRDIDAS PÚBLICAS

PEAJES: GANANCIAS PRIVADAS Y PÉRDIDAS PÚBLICAS

Muchos ciudadanos han reaccionado con una mezcla de estupor e indignación ante la noticia de que el Gobierno está dispuesto a rescatar con fondos públicos el negocio de las autopistas de peaje quebradas durante los dos últimos años.

En función de las supuestas quitas que se acaben negociando, y sumando los intereses debidos al pago aplazado en 30 años, estamos hablando de entre 3.120 millones de euros (50% de quita, 1% de interés) y 10.560 millones de euros (0% de quita, 4% de interés), procedentes de los impuestos de los ciudadanos, para cubrir el agujero actual de cerca de 4.800 millones generado por nueve concesionarias privadas en quiebra.

No está mal, si tenemos en cuenta que el presupuesto estatal de becas es de 1.440 millones, que este año se dedican 1.176 millones a atender a las personas que no pueden valerse por sí mismas, o que todo el gasto público en I+D+i es de 5.400 millones.

La historia de los peajes quebrados en España es la historia de un despropósito y una desvergüenza. El Gobierno de Aznar y Cascos planeó un conjunto de autopistas de pago con un diseño absurdo (las radiales de Madrid conducen al atasco de la M-40), con unas previsiones de tráficos fantásticas (solo se han cubierto entre un 15% y un 35%) y unas provisiones de gasto en expropiaciones que los tribunales multiplicaron por un 1.200%.

Como era previsible, estos negocios resultaron fallidos desde un principio. El Gobierno socialista procuró una solución. Se trataba de reconvertir el sector concesional de autopistas, aglutinando “paquetes viables” que incluyeran peajes rentables (que los hay) con peajes no rentables. En tanto se negociaba con el sector, para ayudar al sostenimiento provisional de las empresas, los presupuestos estatales incluyeron unos préstamos a devolver, con el voto afirmativo del PP en la oposición.

Cuando Rajoy y Pastor llegan al Gobierno interrumpen este proceso de reconversión, por petición de las empresas concesionarias y las constructoras que tienen detrás. Las empresas, claro está, preferían quedarse con el negocio lucrativo y limpio de los peajes rentables, y que el Estado “rescatara” el negocio ruinoso de los peajes fallidos, pagándoles deudas e inversión con dinero público. A fin de justificar ante la opinión pública una decisión tan excepcional e impopular, anularon los préstamos y dejaron quebrar una tras otra a las empresas en mala situación. Ahora “no queda más remedio”, según ellos, que activar las ventajosas cláusulas de “rescate institucional” que Aznar y Cascos incluyeron en los contratos, para asegurar la socialización de las pérdidas.

En el colmo del cinismo, el Gobierno se presenta a sí mismo como un héroe salvador del interés público, porque intenta negociar una “quita” del 50%, dicen, en el pago a los acreedores de este negocio privado fallido. Se planea ante la ciudadanía una disyuntiva tramposa y falaz: o pagamos con dinero público el total del rescate (4.800 millones, más intereses) o aceptamos el heroísmo del Gobierno para pagar “solo” la mitad con los impuestos de todos (2.400 millones, más intereses). ¿Prefieres dos puñetazos o prefieres solo uno? Oiga, prefiero que no me pegue usted. Porque hay alternativa: volver a la reconversión empresarial y negar un solo euro público para asumir las pérdidas de unos negocios privados, de los que nunca hubiéramos sabido nada si hubieran generado ganancias.

Se nos dice además, faltando clamorosamente a la verdad, que “la solución planteada no costará dinero a los ciudadanos”. El truco reside en considerar el monto del rescate institucional como una obligación contractual que las empresas concesionarias pueden considerar ya como un activo. Mientras no se pague un euro por encima de este rescate, no hay sobre coste público, según esta teoría tan alambicada como mendaz. Pero entonces, ¿de dónde va a salir cada euro que se pague a bancos y empresas si no es de la caja común? La única verdad es que el Gobierno pretende compensar las pérdidas de estos negocios privados con los recursos públicos que niega a parados, becarios y dependientes. Esta es la única verdad.

Hay varias reflexiones de fondo a hacer a partir de este escándalo. La primera tiene que ver con la propia economía de mercado. Muchos de los beneficiarios privados de esta operación acostumbran a ofrecer discursos grandilocuentes sobre las bondades del mercado dejado a su libre albedrío en la asignación de recursos, y sobre la necesidad de reducir el papel regulador del Estado. Tales planteamientos, al parecer, solo sirven para cuando sus negocios arrojan resultados positivos, porque cuando, como en este caso, los negocios fallan, los supuestos partidarios del “mercado libre” llaman inmediatamente a la puerta del Estado para que recoja la basura y pague las facturas del desaguisado. A veces me dan ganas de salir a la puerta del Parlamento con una pancarta que diga: “¡Capitalismo, sí! ¡Pero capitalismo de verdad, oiga!”

La otra reflexión está relacionada con la política de los “rescates”, que es el eufemismo utilizado ahora para aludir a la antiquísima práctica del capitalismo tramposo para privatizar ganancias y socializar pérdidas. Se nos dice que el rescate bancario era inexorable porque el riesgo de caída del sistema financiero era un riesgo “sistémico”, es decir, que si cae la banca, se derrumba la civilización. ¿Y también es sistémico el riesgo de quiebra de las autopistas de peaje? ¿Se derrumbará la civilización occidental si unas cuantas constructoras pierden una parte ínfima del dinero que invirtieron en el negocio absurdo de unas radiales que pretenden cobrar por ir de ningún sitio a ninguna parte?

Otras preguntas para las que no espero respuesta: ¿Y cuándo un rescate millonario a los parados que ya no tienen cobertura social? ¿O a los dependientes que han perdido la ayuda pública? ¿O a los becarios sin beca?

Y los ciudadanos aún no saben lo mejor: tras el “rescate” multimillonario a las concesiones de peajes quebrados con dinero de todos, ¡el Gobierno aún pretende seguir cobrando a los ciudadanos por utilizar estas carreteras!

Nos tendrán enfrente. En el Parlamento, en la calle y en los tribunales.

TRENES RECORTADOS

El Gobierno está suprimiendo servicios ferroviarios cada día y en toda España. Lo hace sin someterlo a discusión y de improviso. Los ciudadanos se enteran del recorte cuando acuden a la estación como cada día y comprueban que el tren no llega o el tren no para. En unos casos han cambiado la frecuencia del servicio, en otros casos lo han sustituido por un viaje más lento en autobús, y en la mayor parte de las ocasiones simplemente han decidido dejar de atender a los pasajeros.

Han procurado que la operación pasara desapercibida, pero ha resultado imposible, porque los daños son muy importantes. Daños para los millones de ciudadanos que están viendo recortado su derecho básico a la movilidad. Daños para cientos de municipios, sobre todo pequeños y medianos, que de la noche a la mañana han sido borrados del mapa y sometidos al aislamiento. Daños para la economía y el empleo en muchos territorios, que tendrán menos oportunidades de futuro sin el apoyo del ferrocarril. Y daños al medio ambiente, porque sustituir servicios ferroviarios por viajes en carretera multiplica las emisiones contaminantes.

La ministra de Fomento intenta quitar importancia a los recortes, sosteniendo que “En realidad, no se van a levantar las vías ni se van a derribar las estaciones en ningún sitio. Simplemente, los trenes no pararán”. Si las consecuencias de esta actitud no fueran tan penosas, casi invitarían a la chanza. No se preocupen ustedes, las estaciones se mantendrán, pero sin trenes… Seguimos innovando: de los aeropuertos sin aviones pasamos a las estaciones sin trenes.

En realidad estamos hablando de un plan de envergadura, que afectará a más del 32% de todos los servicios ferroviarios destinados al transporte de viajeros en España, con 48 líneas en trance de supresión y más 1,65 millones de ciudadanos directamente afectados por tal supresión. A estos últimos datos habrá que añadir los cientos de servicios que no serán eliminados del todo, pero que serán amputados, derivados o sustituidos por el autobús. ¿Cómo lo sabemos? Desde luego no nos ha informado el Gobierno que presume de impulsar una ley de “transparencia”, sino que la filtración nos llega de los informes de consultoras públicas que el Gobierno se resiste a distribuir, de la experiencia de los sindicatos, de las asociaciones de consumidores…

¿Por qué lo hacen? Aducen el cumplimiento de una directiva europea que obliga a limitar las ayudas públicas para el sostenimiento de las empresas ferroviarias. Pero en realidad esa directiva admite que el Estado financie unas “obligaciones de servicio público” a definir con amplio margen. Se justifican con la necesidad de reducir el déficit público. Pero parecen no tener en cuenta que reducir las oportunidades de movilidad de la población disminuye también las posibilidades de generar actividad económica, empleo y, por tanto, ingresos fiscales. Sitúan unos umbrales mínimos de eficiencia para los servicios ferroviarios, utilizando unas cifras tan arbitrarias como cuestionables: 15% de ocupación y 30% de rentabilidad. Como si diera lo mismo medir la ocupación en trenes de 100 plazas o en trenes de 300 plazas, y como si la rentabilidad solo pudiera medirse en términos de cobertura de costes mediante el billetaje, ignorando la “rentabilidad” de la movilidad eficiente, la vertebración territorial, las oportunidades para el desarrollo o la lucha contra el cambio climático.

La verdad es que el Gobierno del PP socava este servicio público esencial, al igual que está socavando otros, como la sanidad pública, la educación pública, los servicios sociales públicos o, muy pronto, las pensiones públicas. Se trata de aprovechar el contexto de crisis económica y la disposición de muchos ciudadanos a aceptar sacrificios importantes bajo el falso pretexto de la austeridad, para cercenar gravemente derechos básicos de ciudadanía. Tras la supresión de los servicios públicos más deficitarios llegará la liberalización apresurada del transporte ferroviario de viajeros y la privatización del operador público de referencia, la RENFE. La estrategia no es nueva: ya la puso en marcha hace tres décadas una tal Margaret Thatcher en el Reino Unido, y el desastre fue tal en términos de ineficiencia, pérdida de calidad en los servicios y hasta accidentalidad, que hoy, cuando ya se han superado muchas de aquellas consecuencias nefastas, ningún británico en su sano juicio se atreve a proponer algo parecido.

En España se ha agotado el negocio de la promoción especulativa del suelo y el burbujeo inmobiliario. Y nuestros avispados “emprendedores” han localizado sus nuevos caladeros de negocio fácil en la liberalización de servicios públicos de los que depende el ejercicio de derechos cívicos muy relevantes, sea en la atención a la salud, la cobertura social de las pensiones o, en este caso, el transporte de viajeros. Primero se libera al gestor público de los servicios “no rentables”. Después se “liberaliza”, con una nueva regulación del sector orientada más a favorecer el negocio de los operadores que a garantizar la prestación de un servicio seguro y de calidad a precios razonables. Y finalmente se privatiza aquel gestor público colocando a su frente a algún buen amigo que sepa pagar favores, como ya sucedió en su día con Telefónica, Argentaria o Repsol.

¿Toda liberalización ha de ser necesariamente negativa? No, desde luego. De hecho, La Unión Europea nos obliga a emprender este camino. Ahora bien, nada confesable nos impele a hacerlo a ritmo matacaballo, dado que los plazos marcan el horizonte del año 2019. Nada lógico nos ha de conducir a pensar antes en los beneficios privados que en las rentabilidades colectivas, como parece estar ocurriendo. Y obviamente nada presentable nos lleva a abrir nuestro mercado ferroviario para pasajeros antes de preparar debidamente a nuestro operador nacional para la competencia que llegará, sobre todo y paradójicamente desde los operadores públicos alemán y francés. Porque el riesgo no lo es solo para el orgullo patrio, que podría resentirse más o menos viajando con servicios de titularidad alemana o francesa, ni lo es solo para los miles de puestos de trabajo de RENFE que estarán en juego. El riesgo estará también en entregar a operadores foráneos la explotación de un gran negocio, en las líneas AVE por ejemplo, después de sufragar unas infraestructuras carísimas con los impuestos de nuestros ciudadanos en buena medida.

¿Hay que ganar eficiencia? Sí, claro. Pero la racionalización y la eficiencia no se logran aplicando tan solo la tijera. Los servicios que sean rentables comercialmente deberán prestarse conforme a las reglas del mercado. Pero aquellos servicios que se definan como rentables desde el punto de vista de los derechos ciudadanos y el interés general, aunque no lleguen a los umbrales de rentabilidad económica que marcan los “expertos”, habrán de ser prestados igualmente con todas las garantías. Este es el verdadero sentido de las Obligaciones de Servicio Público que mandata Europa, y que el actual Gobierno confunde con una buena oportunidad para ahorrarse gasto público y para liberar a RENFE de parte del lastre que dificultaría su viabilidad como futuro operador privado.

El Gobierno le ha encontrado el gusto al juego de los trenes. Pero no debe jugarse con los derechos e intereses que se mueven en torno a los trenes.