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MACHISMO: LOS SÍNTOMAS Y LA ENFERMEDAD

El impulso formidable que experimenta el movimiento feminista está logrando visibilizar las peores consecuencias de la discriminación que sufren las mujeres respecto a los hombres, incluso en sociedades, como la nuestra, que han constitucionalizado el derecho a la igualdad y que han desarrollado una legislación garantista al respecto.

Por tanto, los síntomas del machismo están identificados, denunciados y condenados socialmente. La sociedad está sensibilizada y las instituciones multiplican las iniciativas destinadas a atajar agresiones y discriminaciones, a proteger a las víctimas, a castigar a los culpables de machismo irredento.

Pero los síntomas persisten. Las expresiones viejas y nuevas del machismo siguen ahí, incluso se acentúan en algunos aspectos entre las nuevas generaciones. Las relaciones de pareja siguen siendo desequilibradas. Las responsabilidades que se asumen en el seno del hogar continúan siendo desiguales. Ellas tienen más paro, asumen los peores contratos, cobran menos y sufren los mayores obstáculos en sus carreras profesionales. El acoso, la agresión física, el feminicidio, apenas retroceden.

¿Por qué? Porque las enfermedades no remiten con el tratamiento de los síntomas. Las denuncias, las campañas, las leyes, los recursos públicos, coadyuvan a aliviar la sintomatología del machismo, pero no lo curan.

La raíz del machismo a extirpar está en un ancestral reparto de funciones entre hombres y mujeres que subordina a las segundas respecto a los primeros. Los hombres ejercen la autoridad y la fuerza; son los encargados de proveer de bienes; son los responsables de aportar seguridad. Las mujeres ejercen un papel gregario y eminentemente afectivo; asumen la función clave de la maternidad; son las responsables de los cuidados y el confort.

Esta distribución desigual de roles tiene su reflejo en las relaciones de pareja. Si ellos entienden que la sociedad les atribuye el mando, la seguridad y la provisión de recursos, resultará difícil de aceptar que ellas pretendan ejercer su autonomía, ignorar el mando e, incluso, abandonarles cuando la relación no les satisfaga. Y si ellas asumen como natural la subordinación, por muchas campañas y muchas leyes que hagamos, la discriminación se mantendrá incólume.

El juego de roles sociales repercute directamente sobre las condiciones laborales y el desarrollo profesional de unos y otros. Si las mujeres tienen atribuida la función del cuidado de la familia, asumirán los contratos que resulten más compatibles con el ejercicio de la maternidad y la atención a la prole. Y esos son los contratos más precarios, con los peores salarios. Si la prioridad de la mujer ha de ser el cuidado familiar, ellas son las más proclives a ralentizar, interrumpir o renunciar a las mejores carreras profesionales…

Si ellos son los que mandan, los portadores de la fuerza y los garantes de la seguridad, resulta explicable que algunos hombres sucumban a la psicopatología de creerse con derecho a someter y agredir a las mujeres. La violencia de género tiene una raíz que va más allá de la superioridad física. La raíz está también en la enfermedad del machismo.

En consecuencia, hemos de celebrar cada victoria del feminismo en la visualización de la desigualdad de las mujeres. Hay que festejar cada derrota del machismo en la consideración social, en la iniciativa legislativa, en la disposición de políticas y de recursos. Pero si queremos afrontar el fondo del problema, su causa última, hay que ir mucho más allá.

La tarea no puede limitarse al activismo social o a la institucionalidad política. La tarea tiene más que ver con la transformación de las creencias sociales más básicas, con el cambio cultural más íntimo, con los principios y valores sobre los que se asienta la convivencia. Hasta que no nos convenzamos todos y todas, ellos y ellas, de que las funciones sociales han de ser compartidas por igual, sin desigualdades ni discriminaciones, sin prevalencias ni gregarismos, el machismo seguirá rigiendo nuestras vidas.

Este ocho de marzo ha sido un aldabonazo. Ojalá llegue hasta el corazón del machismo. Y acabe con él.

TECNOLOGÍA Y PRECARIADO

Si las sociedades cambian, y cambian las economías y cambian los procesos productivos, resulta inexorable que cambien también los empleos y las relaciones laborales. Ahora bien, el cambio no implica necesariamente precarización. Y si los modelos vigentes de globalización económica y digitalización de los procesos productivos siguen dando lugar a la devaluación constante en los derechos de los trabajadores, es preciso denunciar y promover reformas.

Cada día se dan a conocer nuevas experiencias en la llamada economía digital que mal utilizan la coartada de la novedad, el glamour del emprendimiento o la supuesta modernidad del anglicismo permanente, para hacer negocio a costa de mal contratar o mal pagar a los trabajadores.

En unas ocasiones se trata de desarrolladoras de aplicaciones informáticas. En otros casos son empresas de alquiler de vehículos con conductor o de reparto de comida a domicilio. Solo tienen en común eso: su supuesta novedad, el uso de aplicaciones tecnológicas, los reclamos comerciales en inglés, y la resistencia -a menudo fraudulenta o directamente ilegal- a reconocer y respetar los derechos de sus trabajadores.

Si en la producción tradicional ya existen dificultades para hacer valer los derechos laborales, como consecuencia del desarme provocado por la reforma laboral del PP, en las supuestamente nuevas formas de producción digital las situaciones de explotación se multiplican. Se abusa de la contratación temporal sin causa real. Se generalizan los contratos a tiempo parcial que camuflan jornadas a tiempo completo. Se trabajan horas que ni se reconocen ni se pagan. Se pagan salarios exiguos. Se promueven los falsos autónomos para evitar el respeto a las jornadas de descanso y el pago de cotizaciones sociales…

Son constantes ya las denuncias de repartidores de comida a domicilio que no están contratados como lo que realmente son: trabajadores por cuenta ajena en una empresa que organiza su labor, que les manda y que se niega a reconocer sus derechos laborales. También son frecuentes las quejas de teleoperadores, comerciales o conductores al servicio de plataformas digitales que ganan mucho dinero, pero que se niegan a compartir esas ganancias con un trato digno a los trabajadores que contribuyen a generarlas.

La incorporación de las nuevas tecnologías digitales a las actividades económicas y, por consiguiente, al empleo, no debe interpretarse como un fenómeno perjudicial o negativo, sino que constituye una gran oportunidad para el desarrollo general. Estas tecnologías pueden contribuir al bienestar general, a mejorar la productividad de la economía, a ganar competitividad para las empresas, a liberar a los trabajadores de actividades penosas, a repartir mejor los tiempos de trabajo, a generar más rentas que pueden distribuirse de forma justa…

Pero, como cualquier fenómeno social, la digitalización de los procesos productivos debe gobernarse y debe regularse para garantizar su compatibilización con el interés general y los derechos de los más vulnerables. ¿Cómo hacerlo? Adaptando los modos de producción, intensificando la educación digital desde edades tempranas, asegurando una formación adecuada y permanente de los trabajadores, y cambiando algunas normas…

Es preciso recuperar la exigencia de causalidad para los contratos temporales. Un contrato temporal solo es legítimo y solo debe ser legal si responde a un puesto de trabajo realmente temporal. Es necesario blindar la regulación del trabajo a tiempo parcial para erradicar la explotación mediante horas trabajadas y no reconocidas. Es urgente establecer la obligación del registro de horas trabajadas en todas las empresas. Es de justicia combatir la brecha salarial y de promoción profesional entre hombres y mujeres. Y es preciso fomentar la conciliación de la vida laboral y la vida familiar, para ellos y para ellas.

Existe una institución crucial para ofrecer garantía de cumplimiento en todos estos buenos objetivos: la inspección de trabajo y Seguridad Social. En España contamos de promedio con la mitad de inspectores que la media de la zona euro. La consecuencia es la indefensión de los trabajadores y el abuso de algunos empresarios. Necesitamos más inspectores, mejor gobierno de la inspección y normas que establezcan infracciones claras y sanciones realmente disuasorias.

En una sociedad desarrollada, modernidad y precariedad no han de ser sinónimos, sino antónimos.

ARRINCONANDO AL MACHISMO  

Algo se está moviendo en la conciencia colectiva respecto a las expresiones más contumaces del machismo. La gran mayoría de los españoles ha dejado de transigir con lo que hasta hace demasiado poco tiempo aún se daba en llamar violencia “doméstica” o simples “peleas de pareja”. Y poco a poco están dejando de ser tolerables también ciertas conductas en el entorno laboral, universitario o festivalero, que antes entraban en la categoría de normales o inevitables, y que ya comienzan a denunciarse de manera general como lo que realmente son: auténtica violencia machista.

Casi la mitad de las mujeres españolas denuncian haber sido víctimas de un abuso o agresión sexual en alguna ocasión durante los últimos 15 años, según una macro-encuesta del Gobierno datada en 2015. En muchos casos se trata de violencia ocasionada por la pareja o expareja, pero en otras ocasiones la agresión parte de hombres que hacen uso de su prevalencia sobre la mujer, porque son sus jefes, sus profesores, sus entrenadores, sus psiquiatras… Otro escenario demasiado habitual en este tipo de violencias se da en las fiestas populares, que algunos agresores interpretan como una especie de “barra libre” para sus apetencias sexuales.

Cada vez son más las mujeres que se atreven a denunciar los actos de violencia machista públicamente y ante la Justicia, afrontando el coste lamentable que tales denuncias suponen en su entorno familiar y social. Cada vez son mayores las muestras de comprensión y respaldo público que estas víctimas reciben. Y cada vez son más los violentos que obtienen el reproche social y el castigo judicial que corresponde a su conducta.

Es cierto también que las reacciones de banalización, cuando no de comprensión o legitimación de la violencia machista están aún presentes en esta sociedad. Pero día a día reciben más contestación. Ha ocurrido últimamente con el intento de culpabilizar a la víctima en el juicio por violación de “la manada” en Pamplona. Ha pasado con algunas campañas institucionales paternalistas que llamaban a “no maltratar a lo más grande de Galicia”. Ocurre a menudo con menciones de políticos, periodistas o publicistas que no respetan debidamente los derechos de las mujeres.

Las cifras son muy llamativas y absolutamente inaceptables en lo referido a la cantidad de mujeres afectadas por esta violencia. 44 mujeres asesinadas por el machismo en lo que va de año, según la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género. Más de dos millones de agresiones ocasionadas por parejas o exparejas. Millón y medio de agresiones fuera de las relaciones de pareja. Y tanto o más graves aún resultan los porcentajes de jóvenes que contemplan la violencia machista como “normal” (27%) o que entienden que el problema “se exagera” (21%).

Hay un punto de inflexión en nuestro tiempo, sin duda, respecto a la consideración social de la violencia machista. Una inflexión en el buen sentido, en el sentido de la condena al machismo y del apoyo a sus víctimas. Pero hace falta más esfuerzo, mucho más, para arrinconar definitivamente al machismo y erradicar sus consecuencias más dañinas.

Este esfuerzo tiene tres caminos fundamentales: la educación en valores de igualdad, desde la infancia más tierna; la penalización contundente para las conductas violentas, en lo social y en lo judicial; y la protección efectiva de las víctimas, para que escapen, para que denuncien, para que se sientan protegidas, y para que puedan rehacer sus vidas libres de maltrato alguno.

EL PARLAMENTO PARALIZA LA LOMCE

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El Gobierno aún no ha cambiado, pero el Parlamento sí, y está adoptando decisiones trascendentes para la vida de los ciudadanos. Con 186 votos a favor, 112 votos en contra y 47 abstenciones, la representación de los españoles acaba de aprobar una proposición de ley que suspende la aplicación de la mal llamada Ley para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE).

La paralización de la LOMCE supone el primer paso para su derogación efectiva y su sustitución por un nuevo marco regulatorio. Una nueva regulación estable, perdurable, que debe ser fruto de un gran pacto social y político sobre el mejor futuro para la educación en España.

La LOMCE se aprobó en diciembre del año 2013 con el respaldo exclusivo del Partido Popular. Y con la mayor parte de la comunidad educativa manifiestamente en contra: docentes, estudiantes, padres y madres, administraciones autonómicas…Se trata de una ley, por tanto, no dialogada, no acordada. Una ley estructural impuesta por una mayoría coyuntural. Y ahora que las mayorías han cambiado, bastaría probablemente con este argumento para reclamar la paralización de la LOMCE.

Sin embargo, la mayoría del Parlamento ha decidido parar la LOMCE porque su implantación está provocando incertidumbre, confusión, dificultades prácticas y graves perjuicios en los centros educativos, para los profesores, para los alumnos y para sus familias. Y, sobre todo, la representación de la ciudadanía ha decidido parar esta ley porque se trata de una mala ley para la educación en nuestro país.

El futuro de España será lo que sea su educación. Y la mayoría de los españoles no queremos para el futuro de nuestro país el atraso, la desigualdad, el autoritarismo y el clericalismo añejo que representa la LOMCE. Paremos la LOMCE, deroguemos la LOMCE, y alcancemos cuanto antes un gran pacto social y político que proporcione a la sociedad española la educación de calidad y con igualdad de oportunidades que necesita y que merece.

Una implantación chapucera

La implantación de la LOMCE está siendo precipitada, confusa, con instrucciones contradictorias y sin recursos suficientes.

Entre los desarrollos más controvertidos de la ley están las famosas reválidas. En pocas semanas, cientos de miles de niños y niñas que cursan sexto de primaria se enfrentarán a una prueba anacrónica e inútil.

Porque ¿cuál es el objetivo de esta reválida? ¿Detectar los problemas que aquejan al conjunto de la etapa de la enseñanza primaria a fin de corregirlos? ¿Qué sentido tiene entonces hacer la prueba al final mismo de la etapa, cuando ya no cabe corrección alguna?

¿Se trata de comprobar el grado de asunción de competencias por parte de los escolares? ¿Por qué no confiar entonces en la evaluación de los profesores que trabajan día a día con esos escolares y saben bien de su evolución? ¿Por qué despreciar el trabajo de estos docentes y confiar más en el resultado de una prueba concreta, que se realiza en unos minutos, y que puede estar sesgada por los nervios o por un mal día para el estudiante?

Esta prueba responde al anacronismo pedagógico de concebir el desarrollo del aprendizaje como una especie de carrera de obstáculos, que el estudiante debe ir superando para no ser arrojado a la cuneta del fracaso escolar.

Algo peor, incluso: la prueba responde al interés por elaborar rankings competitivos con los que premiar a determinados centros educativos y con los que estigmatizar a otros, sin tener en cuenta las condiciones bien diferentes en las que han de hacer su trabajo día a día.

Evaluar para diagnosticar y para mejorar, sí. Siempre. Evaluar para competir, para premiar aún más a los centros ricos y para estigmatizar aún más a los centros pobres, no.

Esta reválida solo sirve para provocar estrés en niños de muy corta edad, para generar una desconfianza inmerecida entre los docentes, y para añadir tensiones, disfunciones y agobios presupuestarios a unos centros educativos muy castigados ya por los recortes.

Y si hay problemas con la reválida de primaria, no menos problemas hay con las reválidas que ha sembrado la LOMCE en la enseñanza secundaria y en el bachillerato, que además son punitivas. O apruebas o fracasas.

Si existía en nuestra enseñanza un consenso dificultoso pero relevante era el establecido en torno a la selectividad. La prueba de acceso a la universidad garantiza aún hoy unas aptitudes mínimas para los estudiantes que llegan a la enseñanza superior. Al mismo tiempo, esta prueba distribuye a los aspirantes en los estudios más demandados mediante una prueba única, válida para todos los campus y garantista de la igualdad de oportunidades.

Con la LOMCE este consenso ha saltado por los aires, y ahora mismo los alumnos de bachillerato de este país viven una incertidumbre absoluta sobre los procedimientos que han de llevarles a la universidad a partir del próximo curso.

Según los planes del Gobierno en funciones, en 2017 ya no habrá selectividad, los estudiantes tendrán que superar la reválida punitiva de segundo de bachillerato y, además, tendrán que superar las pruebas que cada una de las universidades establezca específicamente. Es decir, que un aspirante a estudiar medicina puede pasarse meses o años, tras superar la reválida del bachillerato, haciendo una prueba distinta de acceso para cada universidad.

Este proceso, además de disparatado, acaba con la igualdad de oportunidades.

Y, a todo esto, cuando quedan apenas unas semanas para terminar este curso, cuando quedan pocos meses para comenzar el próximo, ni los estudiantes de bachillerato, ni los profesores, ni los centros saben aún a qué tipo de pruebas se van a enfrentar, ni, por tanto, qué deben estudiar o preparar. Porque el Gobierno no ha tenido a bien regularlas.

Ante tal desaguisado, la Conferencia de Rectores ha pedido razonablemente una moratoria. El Gobierno en funciones se ha negado, claro está.

Pero hay más. Los repetidores de segundo de bachillerato, que han cursado con modelo LOE este año, tendrían que repetir con modelo LOMCE el año próximo. ¿Tiene sentido? No, desde  luego, pero nadie ha resuelto el problema aún.

Los estudiantes de la FP básica, incluso los que obtengan un aprobado raspado, tienen prioridad sobre los titulados en secundaria, incluso los sobresalientes, para acceder a la FP de grado medio. Tampoco tiene sentido y tampoco tiene solución.

El paso de la Formación Profesional de grado medio a grado superior también está sin resolver, y puede darse perfectamente el caso de un estudiante de jardinería en el grado medio que decida cursar enfermería en el grado superior, sin obstáculo alguno. Podría pasar perfectamente de podar a amputar, si me permiten la broma.

En conclusión, LOMCE es una mala ley que se está aplicando de manera chapucera. Sin diálogo con la comunidad educativa, sin acuerdo con las administraciones autonómicas, sin claridad en las instrucciones a los centros educativos, sin respeto a los profesionales docentes, sin recursos económicos suficientes.

Una ley segregadora, autoritaria y clerical

Se trata, pues, de para la LOMCE y derogar la LOMCE. Sí. No porque sea una ley del PP, sino porque es una ley que no resuelve los problemas que tiene nuestra educación en el presente, y porque genera problemas aún más graves para el futuro.

La LOMCE parte de un análisis falso. Las dificultades de nuestra enseñanza no están en los resultados de los informes PISA, en los que generalmente figuramos en los tramos medios. Y la raíz de nuestro elevado abandono escolar tiene muy poco que ver con ley alguna.

No es verdad, como sostienen los ideólogos de la LOMCE, que en la educación española falte esfuerzo, falte talento y falte excelencia. Lo que falta en la educación española, sobre todo tras el paso del Partido Popular por los gobiernos, son los recursos para que el esfuerzo y el talento de nuestros docentes y de nuestros estudiantes puedan transformase en  éxito individual y en éxito colectivo.

Claro que buscamos la excelencia. Todos queremos excelencia. Pero para nosotros, la excelencia sin equidad, la excelencia sin igualdad de oportunidades, es tan solo elitismo, discriminación y darwinismo social.

Claro que hay problemas en la educación española. Pero los problemas de la educación española no se resuelven con reválidas y catecismos. Los problemas reales de la educación española se resuelven con diálogo, con inversión, con respeto a los docentes y con una apuesta simultánea por la calidad y la equidad.

Por eso no nos gusta una ley segregadora como la LOMCE. El sistema educativo debe servir para compensar las desigualdades de partida con que el niño llega a la enseñanza, no para consolidarlas con segregaciones tempranas y con reválidas punitivas.

Frente a las desigualdades sociales hay dos modelos educativos: el que ayuda a cada cual en función de sus necesidades, y el que discrimina tempranamente entre presuntos listos y presuntos torpes para  enviarlos por caminos distintos. La LOMCE representa el segundo modelo, el más injusto.

La LOMCE es también una ley mercantilista porque persigue formar antes buenos empleados que ciudadanos capaces: capaces para ser buenos empleados y capaces para ejercer críticamente sus derechos y sus libertades. Mercantilista porque permite que un alumno transcurra toda la etapa de escolarización obligatoria sin haber estudiado nunca filosofía.

Y porque hace posible que todos los Franciscos Granados de este país adjudiquen suelo público para construir centros educativos privados, y para que los montadores de muebles de IKEA olviden después sus maletines con cientos de miles de euros en los dormitorios de sus suegros.

Es una ley autoritaria y contraria a la participación democrática en los centros educativos, porque resta capacidad de decisión a los consejos escolares, a los docentes, a las familias, mientras refuerza la capacidad de decisión de los directores nombrados a instancias de la administración.

Es una ley clerical, porque invierte la tendencia laicista de la propia sociedad española, convirtiendo el adoctrinamiento religioso en materia curricular y evaluable. Mientras nuestros vecinos europeos procurar reforzar el curriclum educativo con más idiomas, con más tecnología y con más “softskills”, aquí se examina a los niños sobre “padre nuestros” y “ave marías”. Así no se mejora la calidad educativa.

Es una ley que refuerza la religión y devalúa la Formación Profesional, pensada otra vez, como antaño, para recoger el alumnado residual del sistema, como la vía del fracaso, como el destino preestablecido para los alumnos con dificultades. De hecho, la FP española no necesita importar grandes inventos. Necesita plazas, necesita profesores, necesita los recursos que el PP le ha negado durante los cuatro últimos años.

Es una ley que no respeta al profesorado porque le niega la formación que requiere. Que no respeta a las familias porque les limita la participación democrática. Y que no respeta a los centros educativos ni a las administraciones territoriales porque les niega los recursos básicos para cumplir con su labor.

Es una ley barata para una educación devaluada, además, como puso de manifiesto el propio Consejo de Estado en su informe. Una ley para una educación “lowcost”. De hecho, la LOMCE supone el tercer paso en una estrategia calculada de desmontaje de la enseñanza pública de calidad: primero fueron los recortes en la inversión, después fueron los recortes en las becas, y más tarde la ley para administrar una educación barata.

La derecha suele reivindicar el uso eficiente de los recursos, pero no suele admitir que para que los recursos sean eficientes, primero tienen que ser suficientes. Y los recursos de la LOMCE no lo son.

Un pacto difícil pero necesario

La mayoría de la representación de los españoles es partidaria de derogar la LOMCE para sustituirla por una nueva ley, fruto de un gran pacto social y político.

Existe ahora cierta propensión a reclamar un pacto de Estado para casi todo. No parece razonable. Primero porque el respaldo unánime a una solución no la convierte necesariamente en la mejor. Y segundo porque en una sociedad democrática resulta saludable poder contar con alternativas diversas.

Será difícil, porque existen grandes diferencias ideológicas entre las distintas fuerzas políticas. Todos decimos promover el talento para alcanzar el éxito, pero unos enfatizamos la igualdad de oportunidades mientras otros subrayan la libre elección y la supervivencia solo del más fuerte.

Para el PP la excelencia tiene que ver con el “resultadismo” y con los rankings; para el Partido Socialista la excelencia depende de la equidad, de la atención a la diversidad, de la participación, del conocimiento adquirido…Para el PSOE lo público es garantía de justicia. Para el PP lo privado es garantía de libertad para perpetuar las diferencias.Lo inclusivo frente a lo competitivo. Lo participativo frente a lo jerárquico. Lo laico frente a lo confesional.

Hay diferencias, sí. De fondo, además.Ahora bien. ¿Es necesario el acuerdo? Indudablemente sí.

Las bases del sistema educativo constituyen los fundamentos mismos de la convivencia, los pilares sobre los que asentar el progreso individual y el desarrollo colectivo.

Ninguna ley logrará cambiar a fondo y a mejor el sistema educativo si no parte de un amplio consenso social y político.

No se trata de volver a la LOGSE o a la LOE. No es eso lo que se pretende, aunque reivindicaremos siempre la contribución de las leyes socialistas a la universalización y la socialización de la enseñanza en nuestro país. Pero tampoco parece razonable que nos conformemos con la LOMCE de las reválidas y los rezos.

Hay leyes para el estar y leyes para el ser. España será lo que sea su educación. Y queremos una educación de calidad y equidad para una España más desarrollada y más justa.

Hemos dado un paso importante. Cambio en la ley, cambio en la educación y, ojalá, cambio en el Gobierno. Cuanto antes.

¿ES POSIBLE UN PACTO EDUCATIVO?

 

Últimamente hay cierta propensión a buscar “pactos de Estado” sobre las materias más diversas. En cuanto se detecta un problema complejo, aparece la feliz idea del gran consenso para solucionarlo. Sin embargo, el respaldo unánime a una solución no la convierte necesariamente en la solución más eficaz. En muchas ocasiones, además, no es realista aspirar al pacto de todos. Puede que su proliferación ni tan siquiera sea deseable, por cuanto una sociedad democrática requiere de alternativas distintas sobre las que optar.

PSOE y PP tienen modelos educativos distintos, que parten de fundamentos ideológicos legítimamente contrapuestos. Todos decimos promocionar el talento para alcanzar el éxito, pero unos enfatizamos el principio de la igualdad de oportunidades y otros contraponen lo que llaman libertad de elección. Para nosotros, excelencia es calidad con equidad, porque la calidad sin equidad que promueven otros nos parece elitismo.

Donde unos defendemos lo público como garantía de justicia, otros promueven lo privado como perpetuación de la diferencia y el darwinismo social. Lo inclusivo frente a lo competitivo. Lo laico ante lo confesional. Lo participativo contra lo jerárquico. Donde unos nos empeñamos en formar ciudadanos libres y críticos, otros insisten en producir empleados eficientes. Tenemos modelos educativos distintos, sí.

Ahora bien, ¿es necesario llegar a un acuerdo? Los socialistas entendemos que sí, porque las bases del sistema educativo de una sociedad constituyen el fundamento mismo de su convivencia, así como los pilares para el progreso individual y el desarrollo colectivo. También hemos aprendido que ninguna ley es capaz de transformar radicalmente la realidad si no parte de un amplio consenso social. Y los españoles necesitamos convertir la apuesta colectiva por el conocimiento en la palanca definitiva hacia la modernidad, el progreso y la justicia social.

No pretendemos hacer pasar a nadie bajo las horcas caudinas de las leyes educativas impulsadas por el PSOE. No se trata de volver a la LOGSE o a la LOE, pese a que jamás renunciaremos a sus logros indudables en la universalización y la socialización educativa en España. Pero todo el mundo entenderá que el acuerdo ha de pasar también por superar la política de recortes del PP y su denostada LOMCE.

Para que los recursos educativos sean eficientes, tienen que ser suficientes, porque si no son suficientes, por muy austeramente que se gestionen, nunca serán eficientes. Y la futura ley de todos no puede ser la ley que se aprobó contra todos. Con todo respeto, y desde el mejor ánimo pactista, el futuro de la educación en España no puede fundamentarse en reválidas y catecismos.

Un pacto educativo con vocación de éxito debe comenzar por un acuerdo en torno a los objetivos. No debiera ser imposible. Acordemos una educación de calidad, incluso excelente. Eso sí, no debemos circunscribir la calidad al “resultadismo” estadístico, porque calidad es también atención a la diversidad, flexibilidad y participación. Acordemos una educación con igualdad, pero la auténtica igualdad de oportunidades no se puede limitar a la garantía del acceso a una plaza educativa, cualquier plaza educativa, sino que ha de asegurar igualdad en el aprendizaje y el éxito.

Acordemos también una educación inclusiva, que no convierta la desigualdad de partida en segregaciones tempranas e itinerarios distintos para ganadores y perdedores, sino que ofrezca recursos diversos para las condiciones diversas, a fin de que todos puedan triunfar. Y acordemos una educación que fomente los valores de ciudadanía presentes en nuestra Constitución: la libertad, la igualdad, la democracia y la justicia social.

Una vez acordados los objetivos, debiera ser más fácil acordar los medios. Una inversión referenciada en el PIB que nos acerque a la media de los países educativamente más avanzados de Europa. Una apuesta decidida por la enseñanza pública, que es la enseñanza de todos y todas. Una evaluación permanente, más enfocada a detectar problemas y a buscar mejoras, que a establecer rankings estériles. Un marco legal consensuado y estable…

Este es el sentido de la oferta que el candidato socialista a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, ha planteado en su “Programa para un Gobierno progresista y reformista”. Y este es el sentido de las propuestas concretas que incluye, como la configuración de las becas como derecho subjetivo, como la universalización de la oferta pública de plazas educativas entre los 0 y los 3 años, como la revisión global del sistema de Formación Profesional, o el nuevo marco estatal de precios públicos de matrícula que tenga en cuenta los niveles de renta familiar.

Será difícil, pero puede hacerse. Y debe hacerse.

Artículo publicado en Público.es el 9 de febrero de 2016

EL ENGAÑO INDEPENDENTISTA

EL ENGAÑO INDEPENDENTISTA

EL ENGAÑO INDEPENDENTISTA

El independentismo catalán protagoniza en estos días una enloquecida carrera hacia ninguna parte. Con un comportamiento impropio de un responsable público, el presidente del gobierno catalán pretende hacer creer falazmente a la ciudadanía que el próximo 27 de septiembre se elige algo más que un Parlamento autonómico.

El propio Mas, con la complicidad de un partido que se dice de izquierdas, reparte carnets de catalanes y anti-catalanes, generando tensiones y rupturas sin precedentes en una sociedad que siempre presumió de moderación, sensatez y “seny”.

A los conflictos con el resto de España, y a la quiebra social inducida entre soberanistas y no soberanistas, Mas debe añadir ahora la voladura de su propia formación política, Convergencia i Unió, incapaz de soportar ya los empellones aventureros del President.

Mas y Junqueras están provocando gravísimas zozobras en un país que intenta salir de una crisis económica terrible, al tiempo que genera unas expectativas deliberadamente engañosas en la población a propósito de una independencia imposible. Se trata pues de una estrategia política fundamentada en el engaño más rotundo.

Es un engaño reivindicar el soberanismo de un territorio en la era de la globalización, cuando todos dependemos de todos, y cuando acabamos de comprobar cómo el gobierno griego ha tenido que asumir un programa brutal de recortes contra su voluntad “soberana”.

Es un engaño pretender que la independencia de Cataluña sea viable, y que las declaraciones y las proclamaciones independentistas vayan a llegar a un sitio diferente que la derogación por el Tribunal Constitucional.

Es un engaño sostener que se puede salir de España sin salir de la Unión Europea, del Eurogrupo y del ámbito de gestión del euro.

Es un engaño negar los costes económicos, sociales, culturales y hasta deportivos de una eventual independencia de Cataluña, con sus pasaportes, sus fronteras, sus aduanas, su mercado limitado y su aislamiento inevitable. Por ejemplo, ¿por qué habría de permitirse al Barça jugar en la liga de un país extranjero, sea España, sea Francia o sea Gran Bretaña?

Es un engaño concebir unas elecciones autonómicas como unas supuestas elecciones “plebiscitarias”, porque a las elecciones del 27 de septiembre se presentarán, como siempre, diversas formaciones políticas, con la intención de formar un gobierno autonómico y aplicar las políticas autonómicas que corresponden a sus competencias autonómicas. Y no podrán ir más allá.

Es un engaño hacer creer a la ciudadanía que una candidatura política para unas elecciones políticas no está integrada por políticos, sino por “representantes de la sociedad civil”, como si las señoras Forcadell o Casals fueran menos políticas que un servidor, por ejemplo, o como si los políticos al uso fueran representantes de una sociedad militar.

Es un engaño sostener que la lista de Mas y Junqueras sea una “lista unitaria”, porque habrá muchas más listas, y porque lo que están logrando Mas y Junqueras no es precisamente unir a la sociedad catalana sino tensionarla y dividirla como nunca antes.

Es un engaño decir que la lista de Mas y Junqueras la encabeza alguien distinto a Mas y Junqueras, aunque coloquen en el número uno a un ciudadano que no es el candidato para presidir el gobierno catalán, porque tal honor se lo reserva para sí mismo el número cuatro, es decir, Mas.

Es un engaño sostener que Esquerra Republicana actúe como una fuerza política de izquierdas, porque la izquierda no antepone la identidad territorial a la solidaridad con los débiles, sean de la tierra que sean, y porque la izquierda no lleva como candidato a presidente a un partidario de la reforma laboral del PP, de los recortes sociales y de las privatizaciones.

Y es un engaño pretender que creamos que la pelea de Mas y Junqueras tiene que ver con algo distinto a la voluntad de mantener el poder, a costa de lo que sea, aunque sea la mismísima convivencia.

¿QUIÉN PIENSA EN LOS GRIEGOS?

¿QUIÉN PIENSA EN LOS GRIEGOS?

El pulso dramático que estamos viviendo entre las autoridades del Eurogrupo y el Gobierno griego tiene mucho más de político que de económico, y en el bando perdedor no figuran por ahora ni Dijsselbloem ni Tsipras, sino millones de griegos y de europeos atrapados en una espiral de decisiones irracionales e irresponsables.

La negociación a la que estamos asistiendo entre Bruselas y Atenas es una negociación tramposa, porque bajo el orden del día explícito de cada encuentro existe una agenda oculta que impide por ahora cualquier acuerdo.

Más allá de las declaraciones públicas, Dijsselbloem, Juncker y Merkel buscan dar una lección de sometimiento a quienes se oponen a la estrategia de la austeridad. Y tras toda la retórica victimista de Tsipras y Varufakis se esconde la servidumbre de una reciente campaña populista sembrada de promesas imposibles de cumplir.

Por lo tanto, la situación de bloqueo no se resolverá hasta que unos y otros se pongan a trabajar por lo que realmente importa: asegurar a la vez el cumplimiento de las obligaciones crediticias de Grecia y la viabilidad de su economía y de su sociedad. Sin vencedores ni vencidos. Tan legítima es la reclamación del Eurogrupo para que se paguen las deudas, como la exigencia griega de que tal pago no arrastre a sus ciudadanos a la ruina económica y social.

Partimos de dos graves incumplimientos. El Eurogrupo parte del pecado original de quien pretende obtener todas las ventajas de un espacio monetario común, sin asumir los costes inevitables de armonización y de pérdida consiguiente de soberanía para los Estados miembros. No habrá euro solvente mientras no haya unidad monetaria y fiscal, mientras no se mutualicen las deudas y mientras no se aseguren unos mínimos para el bienestar social común.

Y la sociedad griega parte del error de considerar que puede beneficiarse de formar parte del club del euro manteniendo una idiosincrasia en el funcionamiento de su Estado que resulta incompatible con las reglas más básicas de este club. Por ejemplo, en el club del euro los impuestos se establecen para que se paguen y para que se recauden. Y, por ejemplo también, las cuentas públicas no deben simularse o falsearse.

El referéndum convocado por Tsipras supone un paso más en la escalada de la irracionalidad. No puede haber reproche moral ni político para un Gobierno que ha de adoptar una decisión difícil y quiere consultar a la ciudadanía. Pero no es lícito hacer uso de una consulta popular express para arrancar concesiones en una negociación, preguntando al pueblo por una oferta negociadora difícil de entender, y además caducada.

Si los representantes del Eurogrupo renuncian a su pretensión aleccionadora de heterodoxos con la austeridad, y si el Gobierno griego rectifica sus posiciones dogmáticas a la vez que sus discursos populistas, quizás veamos la luz al final de este túnel tenebroso. Debieran hacerlo, sobre todo, pensando en los millones de griegos y de europeos en general que contemplan el espectáculo entre el estupor y el miedo.

BANDERAS Y BANDERÍAS

BANDERAS Y BANDERÍAS

El filósofo prusiano Ernst Cassirer definió al ser humano como un “animal simbólico” y dedicó buena parte de su reconocidísima obra a estudiar su vida en sociedad a través de la simbología política. No cabe dudar del papel decisivo que los símbolos han jugado a lo largo de la historia en la organización del espacio público que compartimos.

Uno de los símbolos políticos más característicos es la bandera y su utilización ha sido tan variada como los colores y los signos con que puede configurarse. Ha habido y hay banderas para el bien y para el mal, para la paz y para la guerra, para unir y para desunir, para construir y para destruir.

Hace unos días, Pedro Sánchez hizo uso de la bandera constitucional española como un elemento simbólico más en su proclamación como candidato socialista a la Presidencia del Gobierno. El gesto no carecía de significado, desde luego. Pretendía simbolizar algo: la voluntad de liderar un proyecto de ciudadanía compartida para el bien común.

El proyecto del PSOE y de Pedro Sánchez pretende superar las muchas fracturas que sufre nuestro país, en lo económico, en lo social, en lo territorial, entre los hombres y las mujeres, entre las distintas generaciones. ¿Qué mejor símbolo para tal propósito que la bandera de la Constitución que propugna en su artículo primero la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo como valores superiores de la convivencia entre españoles?

Tan absurdo resulta magnificar el gesto de mostrar la bandera española, junto a los habituales símbolos del PSOE, como denostar su utilización con propósito tan razonable. Ni el candidato socialista pretendió sustituir su programa de gobierno por la bandera, ni intentó en momento alguno apropiarse de los valores comunes asociados a este símbolo que a todos representa y a todos concierne.

Algunas críticas llegadas desde la derecha reflejan el carácter sectario que aún define el discurso y la acción política de ciertos dirigentes. Manifestar que la adhesión a la bandera constitucional española es incompatible con el apoyo a la investidura como alcaldes y alcaldesas de quienes han obtenido la confianza de los españoles, resulta tan contradictorio como anacrónico, y evoca aquellos tiempos para olvidar en los que se acusaba de “anti-España” a quienes se pronunciaban contra el régimen del oprobio franquista.

Algunas alusiones pronunciadas desde otros ámbitos de la izquierda también merecen rechazo. Proclamar que quienes exhiben banderas se olvidan de “la gente” o de sus problemas parece suponer falazmente que hay alguna incompatibilidad entre colocar una bandera en un escenario y trabajar para la mejora de la sanidad o la educación de los españoles. Se trata, precisamente, de expresar la voluntad de establecer grandes metas comunes para el bienestar de “la gente” y de articular iniciativas comunes para alcanzarlas.

Cuando el dirigente de Podemos prescinde de la corbata, se deja la coleta o dibuja un círculo en su logotipo morado también está haciendo uso de los símbolos. A nadie en el PSOE se le ha ocurrido reprochar a Iglesias que confunde el progresismo con la indumentaria informal, o que hace falta menos coleta y más compromiso real con la nueva política, por ejemplo haciendo dimitir a sus cargos públicos imputados por la Justicia.

Pedro Sánchez pretendía simbolizar que es tiempo de puentes y no de frentes, tiempo del “qué hay de lo nuestro” antes del “qué hay de lo mío”. España necesita un Gobierno que no acentúe las divisiones, sino que apueste por la unidad del proyecto común, del bien común, del futuro común.

Los españoles hemos gastado demasiado tiempo y demasiadas energías en afirmarnos unos contra otros, en diferenciarnos unos frente a otros, en separarnos unos de otros. Hemos vivido una época de fragmentación y de combate permanente entre españoles de diferentes identidades, de diferentes territorios, de diferentes edades, de diferente género y de diferente condición social. Es hora de articular lo que nos es común en un proyecto de ciudadanía compartida, un proyecto de país, a partir de valores progresistas, que son muy mayoritarios en la sociedad española. Esa es la apuesta del PSOE.

La bandera no es panacea para ningún mal. Pero si ayuda a simbolizar el propósito de unir fuerzas para el bien común, sin molestar a nadie ¿por qué esconderla?

VOTAR, NO VOTAR O VOTAR A LA CONTRA

VOTAR, NO VOTAR O VOTAR A LA CONTRA

La campaña electoral presente está dominada en mayor medida que en otras ocasiones por ese fenómeno que Felipe González llama “psicopolítica”, y que consiste en la formulación mayoritaria de posiciones políticas derivadas por las emociones antes que por las ideologías, y por cierta irracionalidad antes que por el sentido común.

Las gravísimas consecuencias de la crisis en términos de deterioro social y el descrédito institucional derivado de los casos de corrupción alimentan una pulsión de cambio tan potente como legítima. Pero tal pulsión está desarrollándose mediante conductas políticas diversas: una parte de la población decide optar por proyectos políticos constructivos pero distintos al hegemónico; otra parte piensa utilizar su voto para castigar a quienes considera responsables de los problemas; y una tercera opción se decanta por la auto-marginación en el proceso electoral.

Cualquier actitud que respete las reglas del juego ante una campaña electoral es legítima en democracia: votar, no votar o votar a la contra. Sin embargo, unas actitudes resultan más beneficiosas que otras desde la perspectiva del interés común e incluso del interés propio.

Por ejemplo, la decisión de no votar es irracional y contraria a cualquier expectativa de mejora. La política es la disciplina que organiza el espacio público que compartimos, y puede aplicarse conforme a los valores y a la voluntad de los concernidos, o tan solo conforme a los que decidan participar en sus procesos de decisión. Como siempre hay alguien que decide, el hecho de auto-marginarse no conduce a la no-política sino al ejercicio de la política que llevan a cabo los que no se auto-marginan. Por tanto, la actitud de no votar no es inteligente, sino todo lo contrario. Si no votas, alguien votará por ti, y puede que vote contra ti.

Votar a la contra puede ofrecer una primera satisfacción agradable. Estoy enfadado. ¿Dónde puedo hacer más daño con mi voto a quienes responsabilizo de mi enfado? Pues ahí voy a votar. Es voto de la frustración y el desahogo. Bien, pues. Respondo al daño con daño.

¿Y después qué? ¿Qué hacemos con unos Ayuntamientos y con unos Parlamentos donde se sientan un buen número de anti-todo? ¿Qué hacemos con unos Ayuntamientos y unos Parlamentos en los que buena parte de sus integrantes no cuentan ni con programas realizables, ni con equipos solventes, ni tan siquiera con voluntad alguna para colaborar en el gobierno de los problemas? Ya estamos viendo en Andalucía para qué sirve el voto del desahogo: para bloquear la formación del gobierno que han elegido mayoritariamente los andaluces.

El voto del cambio realizable y seguro resulta menos arrebatador en la psicopolítica reinante, ciertamente, pero es la opción más positiva para el interés propio y el interés común. Entre el inmovilismo y el “liquidacionismo”, por citar otra vez a Felipe, cabe la opción del reformismo. Entre no cambiar nada de lo que no funciona, y tirar abajo lo que funciona junto a lo que no funciona, cabe optar por cambios sensatos, en positivo, conforme a los valores progresistas mayoritarios, y conforme a la experiencia positiva de los programas reformistas para el desarrollo equitativo de la sociedad.

Y claro que hay una traducción electoral en este discurso. Si Cifuentes y Aguirre representan el inmovilismo, y los Podemos-Ciudadanos representan el “liquidacionismo”, las candidaturas socialistas que encabezan Gabilondo y Carmona representan el reformismo inteligente y justo. Debo decirlo, sí. Pero es la pura verdad.

ALCALDE CARMONA

ALCALDE CARMONA

El perfil más clásico y eficaz del alcalde es el de aquel que no espera los problemas en el despacho, sino que los recibe a pie de calle. El alcalde es el político que toma el pulso de su gente allí donde vive la gente. A un alcalde no le cuentan las dificultades en un gabinete, porque es el primero en conocerlas. Y el alcalde no construye las soluciones en un laboratorio, sino al lado y de la mano de quienes han de practicarlas y disfrutarlas.

Gallardón tenía más ínfulas de emperador que de alcalde. Botella huye de la calle mientras la calle le reprocha su lejanía. Y Aguirre siempre fue populista tan solo del pueblo más selecto. Antonio Miguel Carmona tiene madera de alcalde, indudablemente. Conoce las inquietudes y los anhelos de cada esquina de la ciudad, y no por haberlas leído en informe alguno, sino por haberlas visto, tocado y sufrido en directo.

Dice la leyenda carmonista que en su agenda figuran a veces actos simultáneos no por error, sino por la capacidad del futuro alcalde de Madrid para atender varios asuntos a un tiempo, logrando además que cada concernido se sienta objeto de una atención singular y especial. Cercanía, empatía, diálogo, participación… Son los atributos de un alcalde dedicado al interés de la mayoría de la gente, antes que al provecho de la selecta minoría de siempre.

¿Y el programa?, preguntan a veces. El programa lo tiene en su cabeza. Cada demanda, cada cifra, cada fecha, cada interlocutor, cada compromiso, cada decisión… Solo hay que descargarlo del disco duro de su memoria de alcalde. ¿El resumen? Una ciudad a la medida de sus habitantes, antes que a la medida de sus negocios. Una ciudad justa.

Carmona es economista, pero de los economistas que ven los ojos, la cara y el corazón que se esconde tras cada estadística. Es de los economistas que no miden las mejoras o los retrocesos en el PIB o en el IBEX, sino en la calidad del empleo de los jóvenes, o en los servicios públicos que disfrutan los mayores, o en la igualdad real que experimentan las mujeres, o en las oportunidades que la ciudad brinda a sus niños y niñas.

Por eso dice que su M-30 es la igualdad, y que su Palacio de Cibeles es una red de escuelas infantiles, y que su Teatro Real son las escuelas de música para cada barrio. El desahucio de cada día no es una curva hacia arriba o hacia abajo para el economista Carmona, sino un enemigo, como los fondos buitre que se enriquecen malcomprando y malvendiendo las viviendas públicas que debieran albergar a los más necesitados.

Y aspira a ser alcalde de su ciudad, Madrid, pero ya se siente alcalde de todos y de todas las que llegan a Madrid, las que viven, o pasan, o sufren, o se alegran en Madrid. Vengan de donde vengan. Suele decir que cualquiera es madrileño y madrileña en cuanto pisa la T-4 de Barajas, o la estación de autobuses, o la terminal del AVE en Atocha, o la carretera de Extremadura. No afirma Madrid frente o contra otros. Afirma Madrid con todos los otros y con todas las otras. Madrid y España, sí. Con mayúsculas.

Puede que ni él mismo se esté dando cuenta, pero ya está ejerciendo como el alcalde que Madrid lleva tiempo necesitando.