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LA EUROPA DE SÁNCHEZ Y LA EUROPA DE RUTTE

LA EUROPA DE SÁNCHEZ Y LA EUROPA DE RUTTE

Formalmente, el Consejo Europeo de los días 17 a 20 de Julio ha sido un Consejo más. No se ha celebrado ningún acto solemne, ni se ha firmado un documento de carácter histórico, al modo de los fundacionales de la Unión. Sin embargo, esta reunión formalmente rutinaria ha supuesto de facto un trascendental punto de inflexión en el proceso de integración europea.

Además, en esta ocasión, los debates y las decisiones adoptadas en las instituciones comunitarias no han llegado al conjunto de la ciudadanía como algo abstruso y lejano a nuestro día a día, sino como discusiones y resoluciones decisivas para el empleo, para la sanidad, para la educación, para el futuro de nuestros jóvenes…

En estas maratonianas reuniones del fin de semana se han contrapuesto dos grandes modelos sobre el porvenir de las instituciones europeas.

Lo que podríamos llamar la Europa de Rutte, por el gobernante holandés que se erigió en portavoz de los llamados países “frugales”, limita el compromiso común al mantenimiento de un mercado interior abierto, sin criterio ni estrategias compartidas respecto de las desigualdades e injusticias que genere, por ejemplo, entre el norte y el sur, entre el oeste y el este, o entre los ganadores y los perdedores que resulten de cada crisis en cada país.

Por contra, lo que podríamos llamar la Europa de Sánchez, por el Presidente español, apuesta por un continente integrado y justo, en línea con el proyecto federal que figuraba en los sueños del europeísmo más ambicioso y primigenio. Frente a la Europa que se circunscribe a facilitar a los países industrializados la venta de sus lavadoras, y a permitir sin apenas restricciones la deslealtad fiscal de algunos “socios”, está la Europa que aspira a formar instituciones comunes para un pueblo común y unos principios comunes, fundamentados en los valores ilustrados de la igualdad, la libertad y la fraternidad.

La Europa de Sánchez se ha impuesto sobre la Europa de Rutte, por fortuna para los españoles, para los europeos más afectados por la pandemia y, en realidad, para la propia supervivencia del proyecto europeo. Un nuevo paso atrás, en el sentido que marcaban los también llamados gobiernos “tacaños”, hubiera dado definitivamente alas al europescepticismo y al populismo más anti-europeo, no solo en el voto, sino también en la conciencia y en el corazón de muchos europeístas.

Pueden contarse hasta siete razones, al menos, para constatar el formidable paso adelante que ha dado Europa durante este fin de semana.

Por vez primera, un problema que ha afectado a unos países más que a otros, ha sido considerado como un problema común, que requiere de respuestas comunes y que ha de emplear recursos comunes en su resolución. Parece poca cosa, pero resulta una novedad en toda regla sobre el transcurrir reciente de las instituciones europeas.

A diferencia de la respuesta que Europa planteó ante la crisis financiera de 2008, en esta ocasión no se ha apostado por medidas procíclicas de austeridad y ajuste fiscal, sino por políticas anticíclicas, de expansión del gasto, puramente keynesianas y socialdemócratas. Si en 2008 la estrategia estaba pensada para beneficio de los países más ricos, ahora las decisiones responden en mayor medida al interés común.

La dimensión de los recursos en juego adopta también, por vez primera, una escala europea. 750.000 millones de euros es una cantidad que evidencia una voluntad real para afrontar las consecuencias de la COVID-19, más allá de simulaciones, escenificaciones y postureos.

Los recursos se movilizan mayoritariamente en forma de transferencias y no créditos, a diferencia de otras ocasiones. Esos recursos se activan mediante deuda mutualizada contra el presupuesto europeo común, en una decisión histórica, medular y largamente reivindicada por los auténticos creyentes en la Europa federal.

Las ayudas se prestan sin condicionalidad sobre déficit y deuda, es decir, sin la contrapartida de los recortes sociales y sin la vigilancia de los “hombres de negro”, que tanto daño hizo antaño al proyecto europeo y tanto coste ocasionó sobre las condiciones de vida de millones de europeos del sur.

Las instituciones europeas, no obstante, estarán vigilantes para que los recursos comunes se empleen debidamente, en planes de inversiones orientados a la reactivación económica, la generación de empleo digno, la modernización del aparato productivo, la transición ecológica justa, la transformación digital… Pero esa supervisión funcionará mediante mayorías cualificadas y no a través de las viejas unanimidades, que otorgaban un irregular poder de veto a algunos gobiernos con intenciones no siempre loables.

En definitiva, el último Consejo Europeo se ha saldado con un éxito indudable para el interés de los españoles, y con un gran paso adelante para la vigencia y la fortaleza del proyecto ilusionante de la Europa común.

A lamentar tan solo las caras largas de la derecha española, cuyos dirigentes se equivocaron primero al obstaculizar las negociaciones del Gobierno de Pedro Sánchez, y vuelven a errar ahora lamentando unos acuerdos que todos los españoles valoran con acierto en lo mucho que importan para nuestro futuro.

ES MÁS QUE UN NO A CALVIÑO

ES MÁS QUE UN NO A CALVIÑO

Habrá quienes se empeñen en hacer ver la elección del presidente del Eurogrupo como un revés para el Gobierno de España, o como un demérito para el perfil político y profesional de Nadia Calviño. Sin embargo, esta votación ajustadísima entre los ministros económicos de la UE refleja algo más profundo e inquietante: el predominio persistente de las opciones contrarias a la construcción de una Europa más solidaria, más democrática y, por tanto, más fuerte.

Calviño era la favorita para ocupar ese puesto, y lo era por su reconocida trayectoria personal en las instituciones de la Unión; por el apoyo explícito de las principales economías y los países más poblados del euro; por el respaldo transversal recibido, tanto en lo territorial como en lo ideológico; y por las claves no escritas para mantener los equilibrios en el mapa institucional de la Unión, tras haber recaído la presidencia de la Comisión en una figura conservadora y norteña.

La alianza de gobiernos que ha frustrado la esperada elección de Calviño responde a un interés tan claro como preocupante. ¿Qué ha unido a estos gobiernos? Su discrepancia con la armonización fiscal que España y otros países reclaman en la Unión. Su oposición a la legítima lucha de buena parte de Europa para acabar con las prácticas desleales del dumping fiscal, y con las prácticas directamente fraudulentas de los paraísos fiscales de facto. Y su rechazo a las figuras fiscales que han de gravar los beneficios de las multinacionales digitales y las transacciones financieras especulativas.

No son cuestiones menores. Es más, se trata de las cuestiones clave que hoy trazan la línea que distingue a los partidarios de Europa como espacio de progreso y solidaridad, respecto a los partidarios de Europa como espacio para el libre mercado y la competencia desregulada.

La primera acepción de Europa no solo es la más justa. Es la única viable. Si aquellos que obtuvieron ayer una victoria pírrica en el Eurogrupo, siguen marcando el paso de la construcción europea y continúan obstaculizando la integración solidaria, las corrientes eurofóbicas crecerán hasta hacerse imparables.

Pero el principio de la solidaridad no fue el único frustrado en la elección del presidente del Eurogrupo. El principio democrático también fue vulnerado, puesto que los gobiernos que representaban a la inmensa mayoría de la población europea fueron doblegados por los gobiernos contrarios a la armonización fiscal, mucho menos representativos en términos de población con derecho a voto.

Merece la pena analizar también el comportamiento del Partido Popular europeo en esta elección. A pesar del apoyo expresado por Merkel y del respaldo oficial, y en voz baja, de los populares españoles, la realidad es que el grueso de los partidos conservadores de Europa ha apostado por la opción irlandesa. Quizás hayan tenido algo que ver también los continuos reproches del partido de Casado en Europa al Gobierno de su propio país. La dirigencia del PP debiera reflexionar sobre ello.

La reacción de la propia ministra Calviño y del Gobierno español ha sido positiva. Se ha aceptado la elección de Donohoe con deportividad y se ha comprometido colaboración absoluta. Es lo que hay que hacer.

La siguiente batalla europea será decisiva. La definición y el reparto de los fondos para la reconstrucción social y económica servirán para establecer definitivamente el rumbo de esta Europa que muchos, pero no todos, queremos próspera, solidaria, justa y democrática. Y esa batalla hay que ganarla de la mano del liderazgo del presidente Sánchez.

EL LEGADO DE FERNANDO MORÁN

Con Fernando Morán desaparece uno de aquellos hombres de la Transición que sacaron a España de las tinieblas del franquismo para situarla entre las democracias más respetadas del mundo.

Morán representa perfectamente a esa generación que desplegó esfuerzo, inteligencia y capacidad de entendimiento para legarnos un país homologable al de nuestros vecinos europeos. El país que entonces soñaban muchos españoles y que hoy disfrutamos.

El legado de Fernando Morán, sin embargo, va bastante más allá del éxito en sus desempeños institucionales. Su bonhomía, su extraordinario bagaje cultural, su trato exquisito con aliados y adversarios, marcaron un estilo propio, ya celebrado entonces, y muy envidiado hoy.

Este asturiano afincado en Madrid fue protagonista de algunos de los hitos más relevantes y determinantes de la historia de la diplomacia española. Él negoció y suscribió, junto al Presidente González, el acuerdo para la entrada de España en las comunidades europeas en 1986.

Fue artífice también de la apertura de la verja hasta entonces cerrada en Gibraltar, así como de la recuperación del entendimiento con el vecino francés, que tan bien vino a los españoles en la lucha contra el terrorismo etarra. Y fue impulsor clave para la renovada influencia española en el continente latinoamericano.

Su paso por distintas instituciones dejó siempre huella, positiva y duradera. En el Ministerio de Asuntos Exteriores, en la embajada española ante Naciones Unidas, en el Parlamento Europeo, y en el Ayuntamiento de Madrid, donde terminó su carrera política.

En este último destino municipal tuve la ocasión de trabajar de cerca con Fernando Morán. En los despachos del Grupo Socialista en la Plaza de la Villa fui testigo directo de su vasto conocimiento sobre la historia de España y de Madrid, de su fina inteligencia para afrontar problemas complejos, y de un sentido del humor desconocido para muchos extraños.

Muchos saben de la infinidad de chistes que se contaron a su costa, algunos con mejor intención que otros. Lo que no sabe la mayoría es que Morán era el que los celebraba con más risas.

De hecho, presumía que, con el tiempo y sus viajes, había adquirido una prestancia personal cuasi anglosajona que le servía para blindarse ante agresiones y fatalidades. Aún recuerdo cómo se limitaba a enarcar una ceja, sobre su ejemplar diario de Le Monde, cuando algún concejal de la derecha se atrevía a descalificarle durante el desarrollo de un pleno municipal.

Se van los mejores de nosotros… Aprendamos, al menos, de su ejemplo.

LECCIONES DEL REINO UNIDO

El electorado británico ha otorgado la mayoría absoluta al conservador Boris Johnson. Hemos de respetar la decisión, pero es una mala noticia. Johnson representa un populismo conservador, neo-nacionalista y antieuropeo, que obstaculizará la formación de los grandes consensos precisos a escala internacional para afrontar desafíos trascendentes como la globalización justa y la lucha contra el cambio climático.

El triunfo arrollador de los tories en el Reino Unido trunca una tendencia sostenida durante los últimos años en favor de gobiernos europeos progresistas. Los resultados de las elecciones en España y la formación de ejecutivos de progreso en Portugal, Italia, Suecia, Finlandia y otros países, alentaba la esperanza de un punto de inflexión favorable a la Europa integrada y sensible ante las demandas de justicia social y preservación ambiental.

No obstante, cabe obtener al menos dos lecciones de la victoria de Johnson para el conjunto de las fuerzas progresistas en Europa. Y ambas se deducen claramente de los dos lemas que han presidido la campaña conservadora en Gran Bretaña: “Brexit: ¡hagámoslo ya!” y “Recuperemos el control”.

Primera lección. Resulta evidente que Johnson ha sabido leer mejor que Corbyn el estado de ánimo del pueblo británico. La gran mayoría de los electores estaban hartos de las discusiones eternas y estériles a propósito del brexit y querían una salida clara y rápida al problema. Eso ha sido precisamente lo que ha ofrecido el candidato conservador, mientras el candidato laborista prometía un largo y confuso proceso sin un resultado claro.

No puedes pedir el voto a un país atrapado en una encrucijada gravísima proclamándote neutral en cuanto a las decisiones a adoptar. Johnson aseguraba un final cuestionable, pero su posición era diáfana y drástica. Corbyn solo aseguraba mantener la discusión hasta el infinito. El resultado estaba cantado.

Ahí está la enseñanza. En tiempos de incertidumbre y zozobra, el electorado no quiere discusiones interminables, falta de soluciones y planteamientos ininteligibles por complejos. Desde las posiciones progresistas hay que ofrecer salidas viables, comprensibles para la mayoría y que sean susceptibles de generar amplios acuerdos.

Hay un riesgo. El de la simplificación excesiva en los análisis y en las propuestas. Y el de favorecer liderazgos “fuertes” que acaben rebajando la calidad de nuestras democracias. Ahí está el reto.

Segunda lección. La globalización genera miedos e inseguridades que pueden conducir a las mayorías a apostar por los discursos que llaman a la re-nacionalización, el refuerzo de las identidades territoriales y la vuelta al soberanismo más o menos autárquico.

Si la globalización vigente ocasiona deslocalizaciones de empresas, pérdida y precarización de empleos, elusiones fiscales masivas, migraciones desesperadas, rebaja de derechos y desigualdades crecientes, no es de extrañar que buena parte de la ciudadanía desconfíe de la globalización. Si, además, los centros de decisión sobre esos procesos globalizadores escapan a la decisión democrática de la ciudadanía, tiene lógica que escuche a quienes los combaten.

El discurso de Johnson sobre “recuperar el control” es un discurso tramposo, pero resulta eficaz. El líder tory sabe que la globalización económica es inexorable, pero simula luchar contra lo inevitable. Sabe perfectamente que el único camino para combinar globalización inexorable y protección de los derechos de la mayoría pasa por la regulación multilateral, pero le resulta más rentable combatir dialécticamente a los “burócratas de Bruselas”.

Esa es la enseñanza. Avancemos en una globalización justa, a través de una regulación acordada y con controles democráticos, o dejaremos el campo expedito para el triunfo de populistas y demagogos.

Johnson, como Trump, Bolsonaro y otros, pueden parecernos clowns y ser objeto de mofa por parte de muchos enterados y bien pensantes, pero o espabilamos a la hora de hacer análisis y propuestas, o los clowns acabarán ganando todas las elecciones y llevándonos al desastre.

LA GRAN COALICIÓN PASA FACTURA AL SPD

La operación política para la continuidad de la Grosse Koalition que la socialdemocracia alemana ejecutó en 2018 tenía buenos fundamentos, pero se ha evidenciado como la causa fundamental en el declive del histórico partido de Friedrich Ebert, Willy Brandt y Helmut Schmidt.

La última debacle electoral, con un 15,8% de los votos al Parlamento Europeo, y la pérdida del feudo tradicional de Bremen, se ha llevado por delante a su presidenta, Andrea Nahles. 

Aquella operación estaba bien justificada en el interés general, por cuanto habían fracasado las demás opciones que la conservadora Merkel había intentado para formar gobierno. El país estaba abocado al fracaso de una repetición electoral, y los socialdemócratas acudieron al rescate de la institucionalidad democrática.

El acuerdo alcanzado entre la CDU y el SPD incorporaba avances sociales de gran alcance, como la fijación del salario mínimo en 1.500 euros mensuales. Y su legitimidad democrática era impecable: el acuerdo fue suscrito por la mayoría de los militantes socialdemócratas en una consulta transparente. 

Pero el coste político que ha acabado pagando el partido socialdemócrata por esta decisión meditada, justificada y democrática, ha sido muy alto. No solo está lejos ya de los históricos porcentajes de apoyo -por encima del 40%- que sustentaron los gobiernos responsables de haber levantado el legendario Estado de Bienestar alemán, sino que el 26 de mayo fue superado incluso por el partido verde y las últimas encuestas le arrojan por debajo del 13%. 

¿Por qué ha castigado tan duramente el electorado progresista a la gran coalición? Posiblemente porque ni siquiera el elector más templado y pragmático haya entendido que una fórmula “excepcional” pueda alargarse cerca de tres lustros en el tiempo -con alguna breve interrupción-.

Las coaliciones entre grandes adversarios ideológicos y políticos se justifican en la coyunturalidad de una crisis social, económica o política. Cuando lo excepcional se convirtió en habitual en Alemania, el elector acabó convencido de que la aspiración estructural del SPD pasaba por mantenerse como socio menor y subalterno de la democracia cristiana. Y, al parecer, una buena parte de la población con ideas progresistas no comparte tal estrategia. 

Los grandes y pequeños avances logrados en el día a día del gobierno común han sido, sin duda, bien valorados por el electorado tradicional de la socialdemocracia. Con toda seguridad, una alianza de Merkel con el partido liberal hubiera supuesto la aplicación de recortes injustos de impuestos y adelgazamiento de las políticas públicas.

Pero ese electorado tradicional no se conforma con la política de la conllevanza o la resignación constante de lo menos malo. Izquierda es también ilusión, esperanza, pulsión de cambio y de justicia. Y la presencia permanente de ministros socialistas bajo el manto conservador de Merkel ha resultado poco motivador. 

Además, la democracia de calidad requiere de alternativas globales y reales. Desde la segunda gran guerra, socialcristianos y socialdemócratas han representado dos opciones compatibles pero distintas; leales ambas a los fundamentos del Estado Social, pero diversas en sus programas políticos; admirables cada una en sus conquistas para el interés general, pero controvertidas en el debate ideológico y electoral.

Cuando las dos grandes opciones se convierten en una sola, las alternativas surgen en otras latitudes. Y la latitud ecologista de los verdes resulta interesante, pero la alternativa extremista de los neonazis constituye un riesgo cada día más evidente y peligroso. Un riesgo a evitar. 

Es injusto, porque el compromiso del SPD con el progreso en Alemania y en el conjunto de Europa es inequívoco. Y porque Andrea Nahles es una política sólida en sus valores y en sus capacidades. Pero la política es así. Los únicos que no se equivocan son los electores ante la urna. 

Europa necesita una Alemania fuerte en su apuesta por más Europa y por una Europa más social. Y el papel del SPD en esta apuesta es determinante.

Si el SPD siguiera el camino declinante del socialismo francés o italiano, las oportunidades del populismo se multiplicarían, como ha ocurrido con Le Pen y Salvini, por desgracia todos los europeos.

El liderazgo emergente del socialismo europeo de la mano de Pedro Sánchez necesita de un SPD renovado y en forma. Pronto. Ojalá sea así.

AFRONTAR LAS CAUSAS DE LA INMIGRACIÓN

Las migraciones constituyen un fenómeno presente desde los albores de la Humanidad. A lo largo de la historia se ha tratado siempre lógicamente como un reto relevante para la organización del espacio público y de la convivencia. A veces se ha afrontado como un problema, y a veces como una oportunidad muy importante para el desarrollo económico, social y cultural. Grandes naciones, como los Estados Unidos de América, se forjaron migración tras migración. Y los españoles hemos sido protagonistas de migraciones extraordinarias, como emigrantes y como receptores de inmigración.

Durante los últimos años, sin embargo, son muchos los actores políticos empeñados en interpretar la inmigración tan solo como una gran desgracia para Europa. Los datos demuestran lo contrario: ni la inmigración constituye una gran amenaza plausible, por su cantidad y cualidades; ni sus efectos son solamente de carácter negativo. No obstante, el espantajo de la amenaza migratoria está sirviendo como argumento falaz para que los nuevos populismos, y los fascismos de siempre, agiten entre muchos europeos los peores instintos de miedo y egoísmo, con el objeto de obtener un rendimiento político y electoral.

El reto migratorio debe gestionarse con determinación, aprovechando su vertiente positiva y neutralizando en lo posible sus efectos indeseables. Hay que hacerlo con planificación, con recursos y desde los valores de equidad y justicia que forman parte de la identidad europea. Hay que afrontar las consecuencias problemáticas que conllevan en la actualidad los flujos migratorios procedentes de África y de Oriente Próximo, con eficacia y sin ingenuidades. Pero hay que hacerlo, sobre todo, atendiendo a las causas también problemáticas de esas migraciones que tanto preocupan hoy a muchos europeos.

Las consecuencias problemáticas que se subrayan tras cada patera, cayuco o balsa con inmigrantes que arriban a las costas europeas deberán abordarse bajo la responsabilidad del conjunto de la Unión. Habrá de hacerse coordinando actuaciones y compartiendo tanto los esfuerzos como los costes. Distinguiendo entre personas con derecho de refugio, y personas que migran buscando simplemente mejores condiciones de vida. Haciendo valer la legalidad vigente y combatiendo a las mafias que compran, venden y trafican con personas. Y, sobre todo, respetando y haciendo respetar los derechos humanos que nos distinguen como sociedades democráticas y desarrolladas.

A ningún país, a ninguna región o localidad, puede forzarse a llevar su responsabilidad legal y su esfuerzo solidario más allá de lo razonable. Las instituciones que compartimos los europeos debieran asegurarse de ello. Pero ningún dirigente de país o región alguna tiene derecho a negar el auxilio humanitario a aquellos semejantes que se hacen a la mar, jugándose la vida, porque la vida vale poco allí de donde parten. Ningún responsable institucional tiene derecho a saltarse las normas que nos hemos dado para asegurar la convivencia en condiciones de dignidad. Y ningún político tiene derecho a azuzar miedos y odios para conseguir votos y acumular poder.

Pero si afrontar responsablemente las consecuencias de las migraciones es importante, analizar y enfrentar sus causas resulta crucial. ¿Por qué se habla tan poco de las razones que llevan a miles de personas a abandonar sus hogares en África y Oriente para llegar a Europa, arriesgándolo todo? ¿Por qué las instituciones europeas y sus dirigentes emplean tan poco esfuerzo en atender las causas de las migraciones que tanto les preocupan?

Siempre se dijo, con razón, que si la prosperidad no viaja del norte al sur, los hombres y las mujeres acabarán viajando del sur al norte. Y no habrá muro ni valla que les contenga. Pero este es el problema: el de la desigualdad creciente entre el norte y el sur.

Mientras en España, por ejemplo, el PIB per cápita se acerque a los 40.000 dólares y en 37 países africanos esté por debajo de los 5.000 dólares, las migraciones se seguirán produciendo a escala importante. Mientras las dos terceras partes de la población africana malviva en la extrema pobreza y millones de criaturas pasen hambre, los hombres y las mujeres viajarán al norte. ¿Qué tienen que perder? Mientras en muchos países africanos y orientales persista la guerra y la persecución por razones políticas, religiosas o de orientación sexual, las personas se subirán a la patera o a la balsa en busca de paz y seguridad.

En Europa hay capacidades y recursos para contribuir de manera decisiva al desarrollo económico, social y cultural del continente africano y de oriente próximo. En ocasiones se requerirán recursos cuantiosos. En otros casos bastaría con que las grandes potencias cesaran en hacer uso de estos territorios como campo de juego para sus conflictos geoestratégicos. Más allá de las razones ideológicas y morales, los beneficios a obtener a medio plazo con estos esfuerzos serían ingentes, por ejemplo en términos de generación de recursos naturales y de apertura de nuevos mercados.

Por tanto, las dirigencias europeas harían bien en preocuparse por las causas de las migraciones, además de atender sus consecuencias más dificultosas. Porque mientras estas sigan vigentes, aquellas no cejarán de arribar puntuales cada verano a sus puertos y a sus playas.

POLÍTICAS DE IDENTIDAD Y POLÍTICAS DE SOLIDARIDAD

El eje predominante en el debate político de las democracias europeas se está desplazando claramente desde el comienzo de este siglo XXI. Durante la segunda mitad del siglo XX, la confrontación política se producía generalmente en torno al eje izquierda-derecha. Sin embargo, la globalización acelerada, los cambios tecnológicos y el auge populista están favoreciendo un esquema distinto y más peligroso, determinado sobre todo por la exacerbación y el conflicto entre identidades.

El debate izquierda-derecha ha alimentado fuertes pasiones en uno y otro bando, pero casi siempre contó con una base racional muy elaborada. La izquierda y la derecha han representado los valores tradicionales de la igualdad y la libertad; del énfasis en los derechos colectivos y los derechos individuales; de la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, en expresión de Constant. La izquierda busca generalmente la redistribución solidaria mientras la derecha persigue garantías para el libre albedrío.

De un tiempo a esta parte, por el contrario, el pulso político no se discierne a partir de convicciones más o menos liberales o igualitaristas, sino muy a menudo desde la afirmación de la identidad propia frente a las demás. La identidad más comúnmente esgrimida es la identidad nacional, pero también se están abriendo rápidamente paso los programas políticos que hacen bandera de la identidad étnica o religiosa. La tesis a partir de la que se pretenden organizar el espacio compartido es la siguiente: nuestra identidad nacional, étnica o religiosa requiere defensa y predominio frente a la amenaza que representan las demás identidades nacionales, étnicas o religiosas.

¿Por qué avanzan estas ideas? Desde luego, no pueden presentarse como nuevas, ni pueden acreditar éxito alguno en la historia europea. Más bien al contrario: la confrontación irracional e identitaria se encuentra en el trasfondo causal de buena parte de los desastres que hemos sufrido los europeos, especialmente durante la primera mitad del siglo XX. Estas ideas avanzan al calor de las desigualdades, las injusticias y las inseguridades vinculadas a los procesos de globalización desregulada y revolución tecnológica acelerada. El paro, la precariedad y el aumento de la pobreza ocasionan temor, frustración e ira en amplios sectores de la población, muy receptivos a los mensajes simples que señalan culpables para su sufrimiento.

El discurso identitario, además, es puramente emocional y facilita la movilización en mayor medida que las construcciones racionales del discurso que defiende los derechos colectivos y la distribución solidaria. Es más fácil convencer al sufridor señalando a un culpable, aunque sea falso, que armando un análisis y una propuesta compleja para solucionar los problemas. La trinchera de la identidad sirve también para esconder la incapacidad y la incompetencia a la hora de elaborar programas realmente útiles para el bienestar colectivo. El “somos de los nuestros” y el “a por ellos” son argumentos muy socorridos y no requieren casi de esfuerzo intelectual alguno.

Ahora bien, las consecuencias de esta evolución están siendo muy negativas a la hora de afrontar los muchos desafíos de las sociedades europeas en el siglo XXI, desde la imprescindible integración en la Unión Europea hasta la administración del fenómeno migratorio y la articulación de políticas comunes en la lucha contra la pobreza o el cambio climático. El arrinconamiento del debate racional y la promoción constante de las emociones identitarias solo conducen a alimentar la confrontación, a dificultar la convivencia y a postergar las soluciones precisas a los problemas colectivos.

Es difícil ser optimista en el presente escenario político europeo. El discurso identitario avanza en muchos países, hasta el punto de que se afianza incluso en Gobiernos muy significativos. Ahí están los supremacistas del este europeo, el nuevo canciller austríaco, el ministro de interior alemán o el neofascista vicepresidente italiano, que un día niega auxilio humanitario a centenares de subsaharianos y otro día amenaza con expulsar a los gitanos de su país. También puede hablarse de la auténtica naturaleza del argumentario pro “brexit” o del avance del lepenismo entre las clases populares de buena parte de la Europa del sur.

Aquí, en el escenario doméstico, el independentismo catalán permanece anclado en las creencias pre-racionales del “nosotros y vosotros, mi tierra y tu tierra”. Ciudadanos cada día parece más proclive a responder al fuego identitario catalanista con fuego indentitario españolista. Y el episodio de la llegada al puerto valenciano de más de 600 personas rescatadas en el Mediterráneo ha destapado un buen número de reacciones muy lamentables, con expresiones relativas al falso “efecto llamada”, a las “avalanchas”, las “oleadas” o las “hordas” peligrosas de inmigrantes.

No hay salida positiva en los discursos y en las políticas que buscan afrontar los problemas con la exaltación emocional de la identidad propia y la incitación al temor o al odio hacia la identidad ajena. Al final de ese camino solo se encuentra el abismo. ¿O no hemos aprendido nada de la dramática historia europea del siglo XX?

SIRIA: BOMBAS Y MENTIRAS

Las justificaciones que han dado las tres potencias que acaban de bombardear supuestas instalaciones de armamento químico en Siria no son creíbles y, de hecho, casi nadie se las ha creído.

Si la acción militar hubiera sido en realidad una respuesta al supuesto ataque químico del régimen de Bashar al-Asad sobre población civil, lo lógico hubiera sido cargarse antes de razones esperando a las conclusiones de los inspectores de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas o, al menos, a la obstaculización definitiva de su labor sobre el terreno. Pero no se esperó.

Si los bombazos se hubieran querido legitimar en la vulneración de la legalidad internacional por Damasco, los atacantes debieran haber contado con la autorización, al menos, del Consejo de Seguridad de la ONU, por pura coherencia. Pero tampoco fue así.

Si las razones aducidas hubieran sido las de proteger al sufrido pueblo sirio, castigado por una guerra que dura ya más de siete años, y que ha ocasionado centenares de miles de muertos y millones de refugiados, la acción no se hubiera limitado a un simple bombardeo. De hecho, el sufrido pueblo sirio sigue siendo hoy el sufrido pueblo sirio, con unas cuantas explosiones más sobre su territorio.

Las demás justificaciones son ya del género pintoresco. Aducir que se quiere castigar a la “dictadura de los Asad” sería más creíble si Francia no hubiera anunciado apresuradamente que ha decidido retirar ahora la legión de honor, su altísima distinción patria, al antes agasajado y ahora denostado Bashar…

Y hablar con credibilidad de la defensa de los derechos humanos hubiera requerido de Estados Unidos algún comentario crítico, por ejemplo, sobre los francotiradores israelíes que fulminan cada jornada a varios palestinos en las afueras de Gaza. O sobre la vulneración de las libertades más elementales por parte del régimen egipcio, subvencionado por Washington.

No. La acción militar llevada a cabo en Siria por las fuerzas militares de Estados Unidos, Reino Unido y Francia no responde a las justificaciones presentadas, por la sencilla razón de que las justificaciones reales no son presentables, y no se han presentado.

Hubo un tiempo en que las acciones militares se emprendían en defensa de intereses cuestionables, pero más o menos colectivos. A veces para conquistar nuevos territorios y otras veces para evitar perderlos. En ocasiones para hacerse con poder, con recursos o con mercados, y en otras ocasiones para que el enemigo no se hiciera con ellos…

Es cierto que buscar justificación o legitimación a las guerras es arriesgado, porque en esencia siempre las ganan los mismos privilegiados -de uno u otro bando- y las pierden los mismos desgraciados -de uno y otro bando también-.

Las supuestas razones de la guerra son casi siempre miserables. En este tiempo nuestro, aún más miserables. Porque, en realidad, ¿qué ha motivado la decisión de Trump, May y Macron para bombardear Siria? Ni tan siquiera el interés cuestionable de sus respectivos países, sino muy probablemente el interés aún más cuestionable de sus gobiernos y el interés político personal de ellos mismos.

Trump, May y Macron han decidido acallar el murmullo desaprobador de sus respectivas opiniones públicas con el ruido atronador de las bombas. El primero, por su incierto horizonte judicial. La segunda, por su cuestionamiento permanente en el propio partido tory. El tercero, por las huelgas contrarias a sus reformas precarizadoras del empleo. Nada como un buen serial de bombas para intentar unir a la tropa…

Hay más razones, seguro, tan miserables como ésta, o más. Por desgracia, la capacidad de hacerse oír hoy en el concierto internacional de las naciones es directamente proporcional al tamaño del arsenal propio. El reciente protagonismo del líder norcoreano acaba de demostrarlo fehacientemente. El gobierno israelí viene demostrándolo desde hace décadas. En consecuencia, las potencias que presumen de serlo han de mostrar al público de cuando en cuando el tamaño de sus misiles. No sea que les tachen de impotentes…

Y puestos a significar miserias, la palma se la lleva el anuncio del Gobierno estadounidense sobre las pruebas realizadas en Siria con sus nuevos y flamantes “misiles invisibles JASSM”. A estas armas, al parecer, se refirió el inefable Trump en aquel tuit sobre “misiles buenos, nuevos e inteligentes” que pasará a la historia de la ignominia internacional y, espero, del bochorno para el pueblo estadounidense. Es decir, Estados Unidos emprendió en realidad un bombardeo en Siria para que su industria armamentística probara un nuevo -y caro- juguete de destrucción.

Seguro que el régimen de Bashar al-Asad es un régimen detestable, que vulnera los derechos humanos y que merece ser derrotado y derrocado. Y seguro que también era así cuando Estados Unidos lo armaba, el Reino Unido lo financiaba y Francia le otorgaba su legión de honor.

Y seguro que el pueblo sirio requiere de atención y auxilio internacional, para lograr una convivencia en paz y en libertad. Como lo requería antes y como lo sigue requiriendo sin esperanza tras el bombardeo con misiles JASSM, el bombardeo mendaz.

NOSOTROS PRIMERO

El lema más recurrente del ultraderechista Wilders en la reciente campaña para las elecciones parlamentarias en los Países Bajos ha sido “los holandeses primero”. Coincide de manera literal con sus correligionarios Trump, -América primero-, Le Pen –los franceses primero-, Farage –los británicos primero-, Hofer –los austríacos primero-, y así en otros muchos países.

Más allá de la falta de originalidad que muestran en sus discursos, todos estos aspirantes a caudillo constituyen a la vez un reflejo soez y un acelerante notorio para el deterioro que vive una buena parte de la política global.

El recurso exitoso al “nosotros primero” evidencia, en primer lugar, una perversión clara en los valores colectivos. Se trata de anteponer groseramente los intereses propios a cualesquiera otros, relegando o despreciando algunos de los principios que han fundamentado nuestra civilización, como la solidaridad, la fraternidad o la búsqueda de la equidad.

Este “nosotros primero” puede plasmarse en un egoísmo primario, o en el rechazo al diferente, o incluso en las actitudes más xenófobas. No es un recurso nuevo para los populismos fascistoides. Señalar al distinto como falso culpable de los males propios constituye una fórmula habitual tanto en el nazismo de los años 30 como en los nacionalismos exacerbados de cualquier época.

El planteamiento es en este siglo XXI, además, de un anacronismo absurdo. Esgrimir un “nosotros” idílicamente puro, sin mezclas ni mestizajes, a salvo de contaminaciones externas, resulta una quimera increíble en la era de la globalización de las relaciones sociales, la interdependencia de las naciones y el uso masivo de internet. Si hay algo que caracteriza al siglo XXI es el mestizaje imparable, y positivo, entre los seres humanos.

Y aparte de pervertido en términos de valores y anacrónico en su concepción, aquello del “nosotros primero” es empobrecedor. Porque la autarquía es empobrecedora. El desarrollo económico y el progreso social no llegan de la mano del aislamiento, sino del intercambio y del enriquecimiento mutuo. Las economías más competitivas y las sociedades más exitosas no son las que levantan muros y cierran fronteras, sino las que más conocen, más aprenden y más se interrelacionan con las demás.

Pero también es contraproducente. ¿Alguien piensa realmente que alguna frontera o algún muro podrán detener a los miles de millones de perdedores de la globalización en su voluntad de participar de la fiesta de los ganadores? Nadie podrá levantar un muro tan alto. O hay un reparto más o menos equitativo de los canapés, o los hambrientos saltarán las vallas y arrancarán las bandejas de las manos más pudientes. Y puede ser pacífico. O no.

Finalmente, aquel “nosotros primero” resulta peligroso. Porque al parecer ya son pocos los que tienen presente la motivación más relevante que llevó a los líderes de las naciones vencedoras de la segunda gran guerra a inventarse la integración europea.

El motivo más crucial no tenía un carácter económico, como parece pensarse ahora. No se trataba solo, ni siquiera principalmente, de abrir mercados comunes para dinamizar el comercio mutuo y generar prosperidad. Se trataba ante todo de asegurar la paz. Evitando precisamente la tentación del “Alemania primero”, el “Italia primero”, el “Rusia primero” o el “Gran Bretaña primero” que nos llevó a donde nos llevó.

Combatamos por tanto la peligrosa regresión del “nosotros primero” que se enarbola exitosamente en buena parte de Europa. Con los mejores valores, con mucho sentido común. Y con una buena lección de historia.

Primero la paz. Primero la fraternidad. Primero la solidaridad. Primero el progreso colectivo. Oiga.

AISLAR Y VENCER AL MONSTRUO

simancas230316

Por desgracia, los europeos no acabamos de descubrir la barbarie terrorista. Cada nuevo acto de violencia masiva e irracional logra postrarnos en un humillante estado de shock, pero no se trata de una sensación nueva. En la reciente historia de Europa hemos sufrido el terrorismo religioso, fascista, anarquista, anticapitalista, nacionalista, separatista, yihadista… Responden a nombres diferentes, presentan excusas diversas, pero son una misma realidad: el fanatismo criminal que amenaza nuestras comunidades libres.

El fanatismo criminal no es nuevo, por tanto, pero la globalización social y mediática proporciona una nueva dimensión a sus actos. Corresponde a los poderes públicos que organizan nuestras sociedades combatir este viejo-nuevo fenómeno con armas actualizadas y eficaces. Pero sin cambiar el modo de vida que hemos elegido conforme a los valores mayoritarios en Europa. Combatir el terrorismo sin caer en el miedo cerval y sistémico, sin renunciar a nuestras sociedades abiertas y democráticas, y sin precipitarnos por el abismo de la revancha populista, racista y xenófoba, porque esto derrotaría a Europa en mucha mayor medida que las bombas de unos descerebrados.

Nuestra primera misión debiera consistir en no hacer el juego a los sociópatas asesinos magnificando sus acciones. Los terroristas de Bruselas no “han dado muestras de una gran fortaleza”, ni “despliegan una extraordinaria inteligencia táctica”, ni “sincronizan a la perfección sus acciones”, y desde luego han hecho daño, pero no “han destrozado el corazón de Europa”.

En la era de internet y la movilidad global no hace falta más que un ordenador, una conexión a la red y algunos contactos en la criminalidad de baja estopa para montar unos artefactos explosivos. Su colocación en el aeropuerto y el metro durante la hora punta no demuestran una fortaleza o una inteligencia especiales, sino la bajeza moral y el desprecio por la vida propios del fanático criminal.

En España conocemos bien la naturaleza del terrorismo y, tras décadas de mucho sufrimiento, hemos demostrado saber combatirlo y vencerlo. Una condición previa inexorable consiste en aislar al enemigo sin caer en la trampa de sus justificaciones falaces. El enemigo de la sociedad española fue siempre el fanatismo asesino de ETA, no las ideas separatistas de una parte de la sociedad vasca que ETA utilizaba como excusa para su actividad mafiosa. Y el enemigo de la sociedad europea no es el islamismo, ni los musulmanes que se consideran amenazados en su religión, en su identidad o en su aislamiento dentro de las grandes urbes europeas. El enemigo es ISIS y los  locos que logra fanatizar para inmolarse en nuestras calles.

El nacionalismo radical vasco que no encontraba cauce político para sus reivindicaciones era caldo de cultivo para la enfermedad etarra, y la marginación social o “guetización” de una parte de la sociedad de origen musulmán en algunas urbes europeas está sirviendo como cantera potencial para el virus yihadista. La apertura democrática demostró la falacia del supuesto “problema vasco”, y la consecución de una sociedad europea abierta, tolerante, multicultural e inclusiva debe frustrar también el reclutamiento de nuevos incautos para las filas del fanatismo islamista.

El resto de la receta no es un secreto. Si los criminales manejan recursos para sus fines homicidas, la sociedad debe manejar más recursos para prevenir sus acciones, para ponerles en manos de la justicia, y para encerrarles por el tiempo debido para protegernos de sus locuras. Reforzar a los cuerpos de seguridad, los servicios de inteligencia y el aparato de fiscales y tribunales. Intensificar la colaboración internacional para evitar que la movilidad de los criminales se convierta en impunidad para sus actos. Y cubrir a las víctimas de la sinrazón terrorista con el máximo apoyo social posible y visible.

El dolor es humano y es inevitable. Pero es preciso limitar las reacciones de aparente estupor y vulnerabilidad ante las acciones terroristas. Es imprescindible reivindicar nuestro modo de vida, sin alterar los tradicionales valores de las sociedades europeas como sociedades abiertas, plurales, tolerantes y democráticas. Y es necesario fortalecer nuestros poderes públicos para someterles a la acción de la justicia.

Vamos a vencerles.