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FISCALÍA, POLÍTICA E INDEPENDENCIA

FISCALÍA, POLÍTICA E INDEPENDENCIA

 

 

La polémica generada desde la derecha política, mediática y judicial a propósito del nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General del Estado se inscribe en la estrategia artera de deslegitimación del Gobierno progresista recién constituido.

Perdidas las elecciones y a falta de argumentos con los que oponerse al programa de Gobierno acordado por PSOE y Unidas Podemos, las derechas acuden, como es tradicional, a la vía de la crispación y la desestabilización, sin atender a las razones de los votos, de la legalidad institucional o del interés general. 

Los reproches sobre la “politización” del nombramiento de Delgado son de una hipocresía rayana en lo grosero, porque todos somos conscientes de que esa derecha hoy reprochadora es la misma que promovió a Carlos Lesmes para ser Presidente del Tribunal Supremo tras ejercer ocho años como Director General en el Gobierno Aznar, o que hizo a Andrés Ollero magistrado del Tribunal Constitucional tras ser diputado del PP durante 17 años, por poner solo dos ejemplos. 

Cuando Álvarez de Toledo habla de “escándalo” y “estupor” parece olvidarse del espectáculo que ofreció en el año 2012 una parlamentaria que hoy forma parte del Grupo que dirige. Doña Elvira Rodríguez compareció en las Cortes para ser Presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), ante la Comisión de Economía que había dejado de presidir como diputada del PP tan solo la tarde anterior. De hecho, aquella sesión hubo de ser presidida por el vicepresidente primero, porque aún no había dado tiempo para elegir un sucesor a doña Elvira. 

A pesar de quedar en evidencia por estos antecedentes, las derechas han insistido en la estrategia de deslegitimación falaz del adversario, sea en el mencionado caso de Dolores Delgado (fiscal de prestigio durante más de 25 años), sea en el caso del Presidente del CIS (catedrático de sociología con más de 50 libros publicados), o de los dirigentes de Correos y Paradores Nacionales (con una gestión incontestablemente exitosa).

El presidente Zapatero acierta cuando alude a cierta “inmadurez” en nuestra democracia, cuando importantes responsables institucionales cuestionan la honestidad o la profesionalidad de determinadas personas alegando tan solo su filiación política. Pareciera como si haber desempeñado una función política, imposibilitara a partir de ese momento a cualquier ciudadano para ejercer un puesto que requiera un ejercicio honesto de autonomía en el sometimiento a la ley y el interés público. 

El planteamiento es tan absurdo como suponer que si un hombre o una mujer han formado parte del consejo de administración de una empresa, o de una congregación religiosa, o de una entidad deportiva, ofreciera más garantías de servicio público cabal que un hombre o una mujer que hubieran dedicado parte de su vida a la militancia política y la gestión de un Ayuntamiento, una Comunidad o un Ministerio.

¿Haber servido al interés público desde un partido político, un Parlamento o un Gobierno convierte automáticamente a una persona en un personaje presuntamente deshonesto? ¿Qué mensaje estamos trasladando a la ciudadanía sobre los valores que mueven a los actores políticos en su labor cotidiana? Si son sospechosos de deshonestidad al frente de la fiscalía, ¿por qué no han de serlo desde un escaño o un ministerio? ¿O damos por hecho que toda labor política es intrínsecamente deshonesta? 

Este tipo de prejuicios y discriminaciones preventivas son ilegales e inconstitucionales, desde luego. No hay, ni puede haber, precepto legal alguno que impida a una persona ejercer un puesto de servicio público por causa de su filiación o trayectoria política.

Pero también resulta injusto para las personas que habiendo triunfado en sus profesiones respectivas, sean juristas o periodistas, opten por el servicio público a través de un puesto político durante un tiempo determinado. Se está dando por buena la estigmatización para quienes deciden servir a la colectividad participando en la organización del espacio público compartido. Es contrario al interés público, además, porque disuade del compromiso público a los más capaces de nuestra sociedad. 

Pensemos en qué futuro espera a nuestra democracia si damos por bueno que todo servidor público en la política activa ha de considerarse un paria en cualquier ámbito profesional o de servicio público para el resto de su vida.

JUECES INDEPENDIENTES

El episodio lamentable de las sentencias contradictorias en el Tribunal Supremo ha reverdecido dos debates interesantes para determinar la calidad de nuestra democracia: la libertad de crítica a los jueces y la garantía de su independencia. 

La estabilidad y la calidad de la democracia no se resiente cuando la ciudadanía ejerce la crítica sobre las actuaciones de sus poderes, se trate del ejecutivo, del legislativo o del judicial. En ocasiones, los jueces, como los ministros y los diputados, actúan de manera anómala, incorrecta o irregular, y la ciudadanía tiene derecho a manifestar su disconformidad y su reproche.

El daño a la democracia y a la Justicia no deviene de la crítica legítima sino de la influencia ilegítima y del desacato explícito o disimulado. A la democracia y a la Justicia se la daña también cuando se la mal utiliza y se la manipula. Se la daña incluso cuando, sin serlo, la Justicia aparece como influenciable, manipulable e injusta. Pero no cuando se critica a los jueces. 

El otro debate, el relativo a la independencia de los jueces, ha dado un giro inesperado e interesante a propósito del posicionamiento del Supremo en favor de los intereses bancarios.

Mientras Ciudadanos (el partido) y otros grupos derechistas intentaban situar el debate sobre la independencia judicial en la crítica a la elección parlamentaria (y democrática) de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, millones de ciudadanos (de a pie) caían en la cuenta de que lo realmente importante es garantizar que los jueces sean independientes respecto a otros poderes no democráticos, como los poderes financieros. 

Realmente es preciso asegurar que tanto los miembros del gobierno de los jueces como los propios detentadores del poder jurisdiccional ejercen sus funciones con independencia. Pero esto no quiere decir que unos y otros deban ser personas sin atisbo de inclinación ideológica o de convicción política. Fundamentalmente porque esas personas no existen. Se trata simplemente de lograr que actúen en el ejercicio de sus responsabilidades con honestidad, con rigor, con imparcialidad, y con independencia respecto a interés parcial o partidario alguno. 

Los vocales del CGPJ ejercen tareas muy relevantes, como la inspección, la formación, los nombramientos o las sanciones a los jueces. Deciden, por ejemplo, si hay que reforzar la formación de los jueces en la lucha contra la violencia de género y cómo hacerlo. Y aún contando con su comportamiento honesto e independiente, importa su ideología, su trayectoria, su pensamiento.

¿Quién ha de determinar en una democracia de calidad el perfil de esos vocales? ¿La voluntad corporativa de los propios jueces, como plantea Ciudadanos, o la voluntad de la ciudadanía española a través de sus representantes legítimos en el Parlamento? ¿Y quién dice que los vocales elegidos por los representantes democráticos (e ideológicos) de los españoles serán menos independientes que los vocales eventualmente elegidos por las asociaciones profesionales (e igualmente ideológicas) de los propios jueces? 

Las funciones jurisdiccionales de los jueces y su papel en el control de legalidad resultan igualmente determinantes para la vigencia del Estado democrático de derecho. En consecuencia, también resulta prioritario garantizar su ejercicio en condiciones estrictas de independencia e imparcialidad. Independencia e imparcialidad respecto a los otros poderes democráticos, desde luego, pero también respecto a los demás poderes, en la economía o en los medios de comunicación, por ejemplo. Y esta garantía quizás exija adoptar respecto a la judicatura algunas de las medidas de transparencia que ya se aplican en el ámbito de los poderes ejecutivo y legislativo.

En conclusión, los jueces y las juezas deben ser independientes, respecto a los intereses políticos y respecto a otros intereses también. Además, deben parecerlo. Y esta es una tarea en la que quizás haya que ayudarles desde una sociedad cada día más exigente con la calidad de su democracia.

INSOPORTABLE

La sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gurtel conduce a Mariano Rajoy y al Gobierno del PP a una situación insostenible.

La Justicia ha declarado probada la existencia de “una auténtica y eficaz corrupción institucional” en torno al partido en el poder. La red criminal implica a todos los niveles de la administración pública, desde el Gobierno central hasta varias Comunidades Autónomas y Ayuntamientos.

El funcionamiento de la trama corrupta es tan simple como inmoral. Los responsables institucionales del PP adjudicaban contratos públicos a determinadas empresas, a cambio de regalos personales y mordidas para la financiación ilegal del partido. 

Los jueces constatan la existencia durante varios años de la caja B del Partido Popular, una financiación “extra contable”, en palabras del tesorero condenado, para pagar sobresueldos y financiar las actividades del partido al margen de los límites legales. 

La notoriedad de los condenados y la gravedad de las condenas no permiten en esta ocasión al Gobierno y al PP acudir al argumento del hecho aislado. Además, esta condena coincide en el tiempo con la detención de Eduardo Zaplana, expresidente autonómico y exministro popular, investigado también por el blanqueo del botín de sus propias corruptelas. Y aún están pendientes los juicios por un sinfín de casos parecidos. 

La implicación política de Mariano Rajoy en el escándalo es directa y muy clara. Él era Presidente del Partido Popular mientras se cometían buena parte de los hechos juzgados, y con anterioridad también formaba parte de la dirección del partido y de sus campañas electorales, hoy cuestionadas en la sentencia por su falta de limpieza.

El daño infligido sobre la sociedad española y sus instituciones es de una gravedad extraordinaria. Justo cuando comienzan a amainar los vientos que han impulsado el crecimiento de la economía española. Cuando se intensifican las presiones para repartir el fruto del crecimiento con cierta equidad. En el contexto del desafío separatista en Cataluña. En pleno proceso de decisiones para acelerar la integración europea. En el peor momento. 

La sentencia condena a los corruptos pero produce también un efecto demoledor sobre el prestigio y la credibilidad del Gobierno, de las instituciones democráticas y de la actividad política en general. Y el descrédito institucional alimenta a los populismos, que no aportan soluciones, pero administran la ira y la frustración ciudadanas en beneficio propio. 

Es cierto que la sentencia del caso Gurtel no resulta novedosa, por desgracia. Ni es la primera ni será la última de este tenor, muy probablemente. Pero la situación, en lo político y en lo moral, resulta ya absolutamente insoportable.

RICARDO COSTA Y LOS INFORMES OXFAM

Durante estos días se han divulgado dos informaciones que de forma aislada golpean duramente la conciencia colectiva, pero que asumidas de manera simultánea constatan el fracaso definitivo del modelo social instaurado por la hegemonía derechista en España.

El trasiego de “arrepentidos” del PP por los tribunales de Justicia, más que revelador, está resultando impúdico. El exsecretario general del PP valenciano, Ricardo Costa, ha sido el último. El otrora referente de la todopoderosa derecha levantina no ha buscado eufemismos para reconocer que su partido se financiaba con “dinero negro” procedente de mordidas empresariales.

En paralelo, y con ocasión de la tradicional reunión de poderes económicos en Davos, la ONG Oxfam-Intermón ha dado a conocer algunos datos reveladores sobre la situación socioeconómica de España tras la gestión de la crisis por el Gobierno Rajoy. Hasta el 28% de la población española se encuentra en riesgo de pobreza, por percibir menos del 60% de los ingresos medios y por carecer de acceso seguro a los elementos materiales que proporcionan una vida digna.

Entretanto, la Legislatura vigente, que nació tarde y mal, languidece en su agonía. El Presidente no tiene más plan que aguantar y aguantar, a la espera de que los problemas se resuelvan por sí mismos o acaben pudriéndose ante la resignación general. Sin programa y sin equipo creíble, el Gobierno no gobierna y bloquea cualquier iniciativa de la oposición, haciendo uso abusivo y fraudulento de la prerrogativa constitucional del veto presupuestario.

Paradójicamente, el sustento más seguro y eficaz para Rajoy es Puigdemont. La función cómica cotidiana de ex honorable contribuye a camuflar jornada tras jornada las peores consecuencias de la acción y la inacción del Gobierno español. La amenaza secesionista frena, además, los reprochatorios al PP en la medida en que tiene la responsabilidad de dirigir la supervivencia misma del Estado de Derecho.

El enfado y la frustración de la ciudadanía son perfectamente comprensibles. Los problemas se acumulan sin solución, los escándalos se suceden sin asunción de responsabilidad y las instituciones parecen inermes para ofrecer respuestas. Es el caldo de cultivo ideal para que prosperen populistas y oportunistas, morados o naranjas.

Los “arrepentidos”, además, parecen sucederse sin fin. La semana pasada fue el empresario Marjaliza el que reconocía las comisiones millonarias que se repartía con el exsecretario general del PP madrileño, Francisco Granados. Antes de ayer fueron Correa, Crespo y el “bigotes” quienes describían sin sonrojo el saqueo del presupuesto público. Ayer era Pedro J. Ramírez el arrepentido por solicitar siete veces el voto al PP, tras las revelaciones de sus “cuatro horas con Bárcenas”. Y ahora es Costa el que deja en evidencia a toda la cúpula popular.

Y si los escándalos de corrupción no paran, en paralelo tampoco lo hacen las evidencias del crecimiento de la desigualdad y la injusticia social en nuestro país. El mencionado informe Oxfam refleja también que España es el quinto país de Europa en cuanto a desigualdad de ingresos, solo por detrás de algunos países del este. Y cerca del 14% de los asalariados españoles viven en la pobreza, dada la precariedad de sus contratos y lo eximio de sus sueldos.

O paramos esto pronto o el daño producido sobre la credibilidad de nuestras instituciones democráticas será pronto tan profundo como irreversible.

LA LEGISLATURA DEL FRAUDE

Eran exactamente las 19 horas, 59 minutos y 34 segundos del 20 de noviembre, cuando el Registro General de las Cortes recibió el escrito del Gobierno por el que se vetaba la tramitación de la Proposición de Ley de mejora de la pensión de viudedad. Exactamente 26 segundos antes de expirar el plazo legal.

Esos 26 segundos marcan la diferencia entre dar curso o mandar a la papelera una propuesta de ley presentada por un Grupo de 84 diputados elegidos por la ciudadanía española. Es cierto que el Constituyente otorgó al Gobierno la facultad de evitar la tramitación de iniciativas que desequilibraran la balanza de gastos e ingresos públicos. Y es igual de cierto que este Gobierno hace uso abusivo y fraudulento de tal facultad.

El documento que el Gobierno registró con apenas 26 segundos de margen esgrime un coste presuntamente inasumible y desequilibrante de 858,42 millones de euros para aplicar la medida propuesta. Asegurar, como hace el Gobierno, que un gasto de 858 millones descabalga de manera insuperable un presupuesto de más de 400.000 millones es un insulto a la inteligencia de los españoles. Y frustrar con tal falacia la subida de las pensiones a las viudas con menos recursos constituye una injusticia muy lamentable.

Los demócratas sabemos que la democracia también es aritmética, y sabemos que por muy justa que sea tu idea, si hay más partidarios de rechazarla que de aceptarla, la buena idea no saldrá adelante. Lo que resulta difícilmente asumible desde una cultura democrática es que un Gobierno en minoría logre impedir vez tras vez la tramitación y el debate siquiera de aquellas iniciativas con las que no está de acuerdo.

En el  año escaso que ha transcurrido desde el inicio de esta Legislatura, el Gobierno ha hecho uso del veto a las propuestas de leyes de la oposición en 50 ocasiones, si bien surtió efecto sobre 44 iniciativas. Debe añadirse a esta denuncia, por cierto, la complicidad permanente del grupo parlamentario de Ciudadanos, que martes tras martes, en cada reunión de la Mesa del Congreso, hace paréntesis en su discurso acerca de la regeneración democrática para respaldar los abusos antidemocráticos del Gobierno del PP.

A esta dinámica perversa de los vetos presupuestarios hay que sumar también la táctica dilatoria que PP y Ciudadanos aplican a la limón para ampliar los plazos de presentación de enmiendas en determinadas propuestas de Ley que ya han salvado los demás obstáculos. Algunas de estas dilaciones indebidas superan el año y, además, pueden ir seguidas por las oportunas sesiones de comparecencias y solicitudes de informes varios, que retrasan aún más, e innecesariamente, el trabajo legislativo.

Esto último es lo que está ocurriendo, por ejemplo, con la trascendental iniciativa popular para el establecimiento de una prestación de ingreso mínimo para parados que han agotado las ayudas públicas. Un retraso injustificable.

Finalmente, el fraude se completa con el abuso tradicional que los Gobiernos hacen de su facultad para aprobar Decretos Leyes, y que la doctrina constitucional limita a casos de “extraordinaria y urgente necesidad”. Como es sabido, los Decretos Leyes recortan drásticamente la capacidad de los grupos parlamentarios para influir en la redacción de las normas que entran en vigor.

En poco más de un año, el Gobierno del PP ha llevado al Congreso hasta 25 Decretos Leyes, mientras que tan solo ha tramitado con normalidad y garantías de participación 15 Proyectos de Ley, de los que solo se han terminado de aprobar cinco: los presupuestos generales del Estado y cuatro transposiciones de directivas europeas. Por tanto, cero en iniciativa legal propia bien tramitada.

Estos son tiempos procelosos para la defensa del Estado de Derecho, la legalidad y nuestra Constitución. Y, desde luego, el Gobierno no ofrece precisamente buen ejemplo con tanto veto y tanto decreto injustificado.

JUSTICIA EN ENTREDICHO

 

La constante sucesión de casos de corrupción vinculados al Partido Popular está ocasionando graves daños sobre la institucionalidad pública española. La consecuencia más directa y evidente tiene que ver con los propios fondos públicos desviados de su destino legítimo a favor del interés general. Sin embargo, quizás el daño cualitativamente más relevante se ha producido sobre  la confianza de la ciudadanía en el funcionamiento limpio de las instituciones democráticas.

El crédito de la Justicia de nuestro país ante la ciudadanía se ha visto gravemente mermado por comportamientos inadecuados, irregulares o puede que directamente delictivos de algunos de los principales protagonistas institucionales.

El ministro intercambia mensajes de ánimo con alguno de los hoy encarcelados. El Fiscal General promociona como Fiscal Jefe Anticorrupción al único candidato que no tenía experiencia en esta especialidad. El propio Moix se estrena enfrentándose a sus subordinados tras el intento de obstaculizar las investigaciones sobre alguno de los principales encausados. Y finalmente la Presidenta de la Comunidad de Madrid desliza la sospecha de que la mismísima Guardia Civil está siendo manipulada a cuenta de las querellas internas en el PP.

Gran parte de los españoles tienen hoy la convicción, bien fundada, de que estos responsables institucionales en la Justicia de nuestro país están actuando antes como defensores de los corruptos que como garantes del Estado de Derecho. Y esta convicción resulta demoledora para la imprescindible legitimación de las instituciones públicas ante la sociedad a la que sirve.

El nombramiento de Manuel Moix como jefe de la Fiscalía Anticorrupción concita todas las sospechas. Porque resulta muy plausible pensar que si las razones de nombrar a Moix no fueron las de experiencia y capacidad, quizás el Ministro de Justicia y su Fiscal General se fijaron en otros hitos significativos de su historial.

Moix fue el Fiscal Jefe de Madrid nombrado apenas unas semanas después del “tamayazo” y que se aseguró de evitar cualquier investigación al respecto. Durante doce años, entre 2003 y 2015 no vio o no quiso ver, no denunció o no quiso denunciar el saqueo que algunos dirigentes del PP cometían sobre las arcas públicas de la Comunidad de Madrid. Hasta por tres veces rechazó las denuncias vecinales sobre irregularidades en el Canal de Isabel II, que después se ha evidenciado como epicentro de la corrupción en el PP madrileño. El propio expresidente de la Comunidad de Madrid, hoy en la cárcel, se ha referido a él como “un tío serio y bueno”.

Para recuperar un mínimo de confianza ciudadana en las instituciones de nuestra Justica es preciso que los procedimientos penales culminen con garantías del castigo debido para los criminales corruptos. Es imprescindible que los ladrones devuelvan el dinero robado.

Y, sobre todo, resulta absolutamente necesario que todos estos referentes institucionales dimitan o sean cesados, para asegurar el funcionamiento eficaz de nuestro Estado de Derecho, para preservar su prestigio ante la ciudadanía, y por coherencia democrática, porque tanto el Ministro como el Fiscal General y el Fiscal Jefe Anticorrupción han sido reprobados por la mayoría de los representantes de los españoles en el Congreso de los Diputados.

ESTRATEGIAS FRENTE AL FANATISMO

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Tras cada atentado terrorista con trascendencia social relevante surge la angustia por entender las causas del problema y por encontrar cuanto antes las soluciones al mismo. Generalmente, tras las primeras reacciones de sorpresa, de dolor y de rabia, aparecen los análisis pretendidamente racionales sobre los “por qué” ha sucedido y los “cómo” evitar que vuelva a suceder. Pero hay un problema: no existen las explicaciones racionales ni las soluciones consecuentemente lógicas.

Las motivaciones de quienes ejecutaron las matanzas de París hace unos días, como las que llevaron a poner las bombas en Atocha hace más de once años, no tienen que ver con razón alguna sino con el fanatismo y la sociopatía. Por tanto, resulta un error estratégico relacionar estos hechos terribles con el drama civil en Siria, con las dificultades de integración para las segundas generaciones de inmigrantes, o con las interpretaciones heterodoxas de la religión musulmana.

Los asesinos de París obtienen en estos y en otros graves problemas la justificación falaz y la excusa inaceptable que podrían encontrar en cualquier otra parte. No hay justificación ni explicación racional alguna para la conducta de quienes ametrallan o hacen explotar a civiles inocentes en plena calle, en una sala de fiestas, o en el tren que les lleva al trabajo.

La guerra civil en Siria debe preocupar y ocupar a la comunidad internacional porque se trata de un problema gravísimo en sí mismo, con miles de muertos y con millones de desplazados en Asia y en Europa. Las bolsas de pobreza y de marginación social en los suburbios de París o de otras grandes ciudades son también un reto en sí mismo para nuestros gobiernos. Como lo es la radicalización en el adoctrinamiento que ejerce una minoría de clérigos, tanto si son musulmanes como si son judíos o cristianos.

Si confundimos el debate sobre las causas y las soluciones de estos terribles atentados fanáticos con sendos debates sobre el papel de Occidente en Oriente Medio, o sobre el futuro de las sociedades multiculturales, o sobre las relaciones entre Islamismo y Cristianismo, no solo estaremos haciendo análisis erróneos sobre la naturaleza auténtica de estos hechos, sino que estaremos contribuyendo involuntariamente a darles una falsa legitimidad racional.

Europa y Naciones Unidas deben actuar urgentemente para acabar con el drama sirio, desde la unidad entre quienes defendemos los derechos humanos, desde el respeto a la legalidad internacional y agotando todas las vías pacíficas. Nuestras sociedades han de resolver el problema de la desigualdad, de la pobreza creciente y de los guetos de marginalidad en grandes núcleos urbanos. Y todos hemos de dejar atrás definitivamente los conflictos de religión que tanta sangre han derramado durante siglos en todo el mundo, mediante la libertad religiosa, la tolerancia hacia los cultos y la separación entre confesiones y Estados.

Pero esto es una cosa, y otra bien distinta es hacer frente a los fanatismos y las sociopatías criminales. Frente a estos deben desplegarse estrategias específicas de prevención, de detección, de control, de persecución y de represión legal.

En España, por desgracia, tenemos alguna experiencia sobre cómo defendernos y como vencer al fanatismo terrorista. Vencimos a ETA aislando a sus militantes como los fanáticos y sociópatas que son, sin admitir justificación o legitimidad política alguna en su conducta. Les vencimos desde la unidad de los demócratas, desde la solidaridad cerrada con las víctimas, desde el respaldo pleno a las fuerzas de seguridad, y desde la eficaz colaboración internacional.

Etarras o yihadistas, son lo mismo. Puro fanatismo a combatir y a vencer.

LA CRISIS DE LOS REFUGIADOS Y EL ANACRONISMO INDEPENDENTISTA

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La crisis de los refugiados en el este de Europa merece análisis desde diversas perspectivas. La más importante, desde luego, es la que pretende un trato humanitario para esas familias huidas de la guerra que se ha apropiado de sus hogares.

No obstante, la dimensión extraordinaria de este problema y la envergadura de los recursos que han de manejarse en su resolución también resultan útiles para otros debates, como el relativo a la posibilidad de fraccionar los actuales Estados-nación de Europa en sujetos de soberanía aún más limitados.

La llegada a la frontera europea de centenares de miles de refugiadosprocedentes de Siria, Iraq, Eritrea, Afganistán y Libia, constituye un desafío tan importante que ni los Estados más directamente afectados, como Grecia, Hungría o Italia, ni otros tan poderosos como Alemania o Francia, han osado pensar tan siquiera en afrontarlo por sí mismos.

Los Estados-nación no tienen capacidad, ni recursos, ni instrumentos para hacer frente a desafíos globales como el que representan estos miles de refugiados. Por eso han de recurrir a la capacidad, a los recursos y a los instrumentos supraestatales de la Unión Europa.

Es más, la solución definitiva y en origen de este problema, que pasa por poner fin a las guerras intestinas en el oriente medio y próximo, va a requerir de la implicación de otros actores globales, como Estados Unidos y Rusia, muy probablemente.

Este análisis relativo a la vigente crisis de los refugiados en Europa puede aplicarse igualmente al resto de los grandes retos a los que hacen frente las sociedades de nuestro tiempo, desde la regulación de los mercados financieros internacionales hasta la lucha contra el terrorismo yihadista, pasando por las consecuencias del cambio climático o los periódicos riesgos de pandemia.

El sentido de la historia no se dirige hacia el fraccionamiento de los espacios públicos de soberanía, de decisión y de acción colectiva, sino hacia su agregación y su globalización. Si cada día constatamos las limitaciones de los Estados-nación para atender las legítimas demandas ciudadanas de desarrollo y justicia social, ¿cómo puede sostenerse racionalmente que tales demandas podrán satisfacerse, por ejemplo, en una Cataluña desgajada de España y de la Unión Europea?

El oficialismo independentista en Cataluña procura soslayar un debate racional mediante la excitación de los sentimientos de la ciudadanía. Así, en lugar de contribuir a un análisis riguroso y ponderado sobre aspectos positivos y negativos del separatismo, se dedica a magnificar supuestos agravios, a señalarse falsamente como víctimas y a engañar a los catalanes en torno a las formidables ventajas de la desconexión con España y con Europa.

Un debate racional sobre el separatismo catalán ha de aludir necesariamente al anacronismo que supone exigir independencia y desconexión en el siglo de la interdependencia y la interconexión progresiva. Y ha de alertar sobre los riesgos económicos asociados a las fronteras, los aranceles y las rupturas de los mercados. Y debe enfrentarse a las consecuencias de vulnerar la ley catalana, la ley española, los tratados europeos y la legalidad internacional, que solo contempla la autodeterminación para casos que difieren radicalmente de la situación catalana.

Tan solo un vistazo a los noticiarios televisivos de estos días debiera convencer a cualquier catalán de lo contraproducente que resulta quebrar, restar y separar, cuando la razón práctica conduce a sumar capacidades y esfuerzos ante la magnitud de los retos que tenemos por delante.

GRANADOS O LA RAZÓN DEL TAMAYAZO

GRANADOS O LA RAZÓN DEL TAMAYAZO

Han sido muchos los analistas políticos y los ciudadanos en general que en estos días han evocado aquel lamentable episodio del “tamayazo”, la operación antidemocrática que frustró en el año 2003 la formación de un gobierno progresista en Madrid mediante la compra de dos diputados.

En primer lugar, porque el encarcelado Francisco Granados fue precisamente el presidente de la comisión parlamentaria que frustró una investigación veraz sobre el caso. Y, sobre todo, porque la mayoría está viendo confirmada la tesis de que aquel golpe tenía como objeto defender el modelo de especulación y latrocinio que la derecha consolidó en la economía y la política madrileña a partir de entonces.

Los protagonistas del tamayazo formaron una coalición de intereses espurios con el propósito de impedir por medios arteros y criminales la toma de posesión del gobierno que habían votado los madrileños. ¿Por qué? Porque eran plenamente conscientes de que ese gobierno sería un gobierno decente. Quienes obtuvimos la confianza de los ciudadanos no solo contábamos con el programa, sino también con la credibilidad para llevar a cabo una gestión en la que prevaleciera el interés general y público sobre los intereses del entramado de corruptelas que representaban todos los Granados y todos los Marjalizas.

Ahí estuvo la causa del tamayazo, y no en las disensiones internas de uno u otro partido, o en las dificultades propias de cualquier coalición de gobierno. Tumbaron aquel gobierno para enriquecerse a costa de la democracia, de la ley y del sufrimiento de los muchos madrileños que han pagado esa factura en forma de paro, pobreza y deterioro de los servicios públicos llamados a atender sus necesidades más básicas.

¿Y en qué consistía aquel programa que tanto atemorizaba a los Granados y los Marjalizas? Un mero repaso por el índice de aquella campaña electoral arroja pistas claras. Primero un mayor control y transparencia de las contrataciones públicas, limitando discrecionalidades de cargos públicos, promoviendo el concurso con publicidad, penalizando fraccionamientos tramposos, potenciando la comisión de vigilancia de las contrataciones en la Asamblea de Madrid, retransmitiendo las reuniones de las comisiones de contratación… ¿Cómo iban a permitirlo?

Segundo, aprobando un Plan Regional de Estrategia Territorial que estableciera los usos para cada hectárea de suelo conforme al interés de todos, y al que debían someterse todos los planes urbanísticos y todas las recalificaciones que corruptos y corruptores llevaban años dibujando y explotando para beneficio de sus cuentas en Suiza. Imposible aceptarlo, claro.

Además se nos ocurrió hacer públicos nuestros planes de conformar una mayoría progresista en la Asamblea General de Caja de Madrid para sustituir al presidente Blesa, compañero de pupitre de Aznar, y para hacer de la Caja un instrumento al servicio del desarrollo económico, el empleo y el bienestar de los madrileños en lugar de una máquina hedionda de favores a especuladores y enchufados. Aquella “amenaza” fue posiblemente el detonante.

Pero en la coalición contraria al gobierno decente figuraban también aquellos que habían puesto los ojos, y que después pondrían las manos, sobre los presupuestos públicos destinados a financiar los servicios más básicos para la población madrileña. Son aquellos que esperaban beneficiarse de la privatización de la sanidad pública y la expansión de los conciertos educativos, y que después se hicieron con unos cuantos hospitales y muchos colegios, financiados entre todos pero que solo escogen al alumnado que puede pagar sus cuotas “voluntarias”.

Todavía hay quienes se dirigen a mí lamentando la carrera política que frustró aquella operación. Y siempre respondo que esa es una cuestión carente de importancia, que jamás me quitó el sueño. Lo que a menudo me impide dormir es la conciencia plena de que aquel gobierno que robaron a los madrileños hubiera parado los pies a los Granados y los Marjalizas que hoy nos repugnan y que, al menos, hubiera intentado mejorar la vida de millones de madrileños que hoy lo están pasando mal.

ARRIOLISMO

ARRIOLISMO

“Es cosa de Arriola”. Este es el comentario habitual entre los dirigentes del PP cuando tienen que explicar una decisión llamativa o un cambio brusco de criterio. Porque Arriola es quien dicta en última instancia la estrategia del Gobierno y del PP. Por eso resulta imposible identificar a la derecha española con alguna de las corrientes europeas de pensamiento político. El PP no es conservador, ni demócrata-cristiano, ni liberal, ni centrista. El PP es “arriolista”.

¿En qué consiste el “arriolismo”? En ser dogmático en lo que importa, y oportunista en todo lo demás. La ideología arriolista defiende intereses antes que ideas, intereses económicos fundamentalmente. Cuando estos intereses están en juego, se hace lo que hay que hacer, con el mayor sigilo y disimulo posibles. Como en la privatización de AENA, como en el rescate de los peajes, como en la amnistía fiscal o en la rebaja de los impuestos a las rentas altas. Y cuando la cosa tiene menos importancia para los poderes económicos, se trata de evitar la movilización de la mayoría social con valores progresistas. Si cuela, bien. Si no es así, marcha atrás. Como en el aborto.

Este ha sido el error de cálculo de Gallardón. Rajoy es más arriolista que Aznar, y si el gurú, encuesta en mano, le recomienda batirse en retirada, Rajoy se retira. Porque lo primero es lo primero, y lo primero es mantener el poder para hacer lo importante. Y si Arriola le susurra que no se involucre en la coalición internacional frente al Estado Islámico, porque despertaría los recuerdos de la guerra iraquí, pues Rajoy deja a un lado el atlantismo del PP. Y si hay que mirar hacia otro lado mientras se casan hombres con hombres y mujeres con mujeres, pues a rabiar Rouco Varela, que ya le ha resuelto lo que importa con la Ley Wert.

El arriolismo resulta política y electoralmente rentable al PP a corto plazo, pero es un desastre para el país, para la democracia y para la política misma. Una de las razones más importantes tras la desafección ciudadana hacia la política democrática tiene que ver precisamente con la impostura, la simulación, el engaño y la preeminencia de los intereses espurios en el comportamiento de algunos políticos. Pero la doctrina arriolista está haciendo un daño muy especial en dos cuestiones relevantes: el auge independentista en Cataluña y el impulso del populismo en parte de la izquierda política.

¿Por qué el Gobierno se empeña en el inmovilismo tautológico de “la defensa de la ley” como reacción única al desafío secesionista en Cataluña? Porque Arriola ha calculado que el PP gana más con el asunto sin resolver que con el asunto resuelto. Cuanto mayor y más creíble sea la amenaza de la ruptura de España, más se movilizará el electorado de la derecha para evitarlo. Cuanto más miedo despierte el soberanismo de Mas y Junquera en España, más posibilidades tiene el Gobierno de que su electorado olvide los recortes en los servicios, el empobrecimiento general y la pérdida de derechos. En realidad, Rajoy, Arriola, Mas y Junquera participan de una espiral irracional que ya está teniendo un coste muy alto en términos de deterioro de la convivencia para todos los españoles.

¿Y por qué los aliados mediáticos de la derecha colaboran de manera tan entusiasta en la promoción de los portavoces de la izquierda populista? Porque Arriola ha calculado que el PP gana más teniendo en frente una izquierda fraccionada, cainita y sin credibilidad como gobierno. Si hay un espantajo que moviliza al electorado de la derecha tanto como la amenaza secesionista, es la izquierda radicalizada, populista y antisistema. Resulta infalible. El PSOE no infunde miedo al electorado de centro derecha, sino animadversión en unos casos y respeto desde la discrepancia en otros. El chavismo a la española, sí.

Seguramente, a Arriola se le pasa a veces por la cabeza que podrían arrepentirse ante un Parlamento demasiado fraccionado y una oposición sin capacidad para atender los asuntos de Estado. Pero la prioridad es acabar con el adversario al que realmente temen: un Gobierno socialista capaz de afrontar reformas a favor de la igualdad y el progreso. Y lo primero es lo primero.